martes, 20 de noviembre de 2012

CAPITULO XIX VANIKORO


Ese terrible espectáculo inauguraba la serie de catástrofes marítimas que el Nautilus debía encontrar en su derrotero. Desde su incursión en mares más frecuentados, veíamos a menudo restos de naufragios que se pudrían entre dos aguas, y más profundamente cañones, obuses, anclas, cadenas y otros mil objetos de hierro carcomidos por el orín.
El Nautilus, en el que vivíamos como aislados, llegó el 11 de diciembre a las inmediaciones del archipiélago de las Pomotú, calificado como peligroso por Bougainville, que se extiende sobre un espacio de quinientas leguas desde el EsteSudeste al Oeste Noroeste, entre los 13º 30' y 23º 50' de latitud Sur y los 125º 30' y 151º 30' de longitud Oeste, desde la isla Ducia hasta la isla Lazareff. Este archipiélago cubre una superficie de trescientas setenta leguas cuadradas y está formado por unos sesenta grupos de islas, entre los que destaca el de Gambier, al que Francia ha impuesto su protectorado. Son islas coralígenas. Un levantamiento lento pero continuo, provocado por el trabajo los pólipos, las unirá algún día entre sí. Luego, esta nueva isla se soldará a su vez a los archipiélagos vecinos, y un quinto continente se extenderá desde la Nueva Zelanda y la Nuelva Caledonia hasta las Marquesas.
El día que ante el capitán Nemo desarrollé esta teoría, él me respondió fríamente:
-No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos.
Los azares de su navegación habían conducido al Nautilus hacia la isla Clermont Tonnerre, una de las más curiosas del grupo, que fue descubierta en 1822 por el capitán Bell, de la La Minerve. Pude así estudiar el sistema madrepórico, al que deben su formación las islas de este océano.
Las madréporas, que no hay que confundir con los corales, tienen un tejido revestido de una costra calcárea, cuyas modificaciones estructurales han inducido a mi ilustre maestro, Milne Edwards, a clasificarlas en cinco secciones. Los animálculos que secretan este pólipo viven por millones en el fondo de sus celdas. Son sus depósitos calcáreos los que se erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos lugares forman un anillo circular en torno a un pequeño lago interior comunicado con el mar por algunas brechas. En otros, se alinean en barreras de arrecifes semejantes a las existentes en las costas de la Nueva Caledonia y en diversas islas de las Pomotú. Finalmente, en otros lugares, como en las islas de la Reunión y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de altas murallas rectas, en cuyas proximidades son considerables las profundidades del océano.
Como el Nautilus bordeara a unos cables de distancia tan sólo el basamento de la isla Clermont Tonnerre, pude admirar la obra gigantesca realizada por esos trabajadores microscópicos. Aquellas murallas eran especialmente obra de las madréporas conocidas con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos pólipos se desarrollan particularmente en las capas agitadas de la superficie del mar y, consecuentemente, es por su parte superior por la que comienzan estas construcciones que, poco a poco, se hunden con los restos de las secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teoría de Darwin, que explica así la formación de los atolones, teoría más plausible, en mi opinión, que la que da por base a los trabajos madrepóricos las cimas de las montañas o de los volcanes sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.
Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verticales, ya que la sonda indicaba más de trescientos metros de profundidad, y nuestros focos eléctricos arrancaban resplandores de aquella brillante masa calcárea.
Asombré mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta sobre el crecimiento de esas barreras colosales, al decirle que los sabios medían ese crecimiento en un octavo de pulgada por siglo.
-Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado...
-Ciento noventa y dos mil años, mi buen Conseil, lo que amplía singularmente los días bíblicos. Pero, por otra parte, la formación de la hulla, es decir, la mineralización de los bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho más considerable. Pero debo añadir que los días de la Biblia son épocas y no el período que media entre dos salidas del sol, puesto que, según la misma Biblia, el astro diurno no data del primer día de la creación.
Cuando el Nautilus emergió a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de Clermont Tonnerre, baja y boscosa. Sus rocas madrepóricas fueron evidentemente fertilizadas por las lluvias y tempestades. Un día, alguna semilla arrebatada por el huracán a las tierras vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los detritus descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco, llevada por las olas, llegó a estas nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación se extendió poco a poco. Algunos animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las tortugas vinieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron en los jóvenes árboles. De esa forma, se desarrolló la vida animal y, atraído por la vegetación y la fertilidad, apareció el hombre. Así se formaron estas islas, obras inmensas de animales microscópicos.
Al atardecer, Clermont Tonnerre se desvaneció en la lejanía.
El Nautilus modificó sensiblemente su rumbo. Tras haber pasado el trópico de Capricornio por el meridiano ciento treinta y cinco, se dirigió hacia el Oeste Noroeste, remontando toda la zona intertropical. Aunque el sol del verano prodigara generosamente sus rayos, no nos afectaba en absoluto el calor, pues a treinta o cuarenta metros por debajo del agua la temperatura no se elevaba por encima de diez a doce grados.
El 15 de diciembre dejábamos al Este el espléndido archipiélago de la Sociedad y la graciosa Tahití, la reina del Pacífico, cuyas cimas vi por la mañana a algunas millas a sotavento. Sus aguas suministraron a la mesa de a bordo algunos peces excelentes, como caballas, bonitos, albacoras y una variedad de serpiente de mar llamada munerofis.
El Nautilus había recorrido entonces ocho mil cien millas. A nueve mil setecientas veinte millas se elevaba la distancia recorrida cuando pasó entre el archipiélago de Tonga Tabú, en el que perecieron las tripulaciones del Argo, del Port au Prince y del Duke o Portland, y el archipiélago de los Navegantes, en el que fue asesinado el capitán de Langle, el amigo de La Pérousse. Luego pasó ante el archipiélago Viti, en el que los salvajes mataron a los marineros del Union y al capitán Bureu, de Nantes, comandante de la Aimable Josephine.
Este archipiélago, que se prolonga sobre una extensión de cien leguas de Norte a Sur, y sobre noventa leguas de Este a Oeste, está situado entre 6º y 20 de latitud Sur y 174º y 1790 de longitud Oeste. Se compone de un cierto número de islas, de islotes y de escollos, entre los que destacan las islas de Viti Levu, de Vanua Levu y de Kandubon.
Fue Tassman quien descubrió este grupo en 1643, el mismo año en que Torricelli inventó el barómetro y en el que Luis XIV ascendió al trono. Piénsese cuál de esos hechos fue más útil a la humanidad. Vinieron luego Cook, en 1714, D'Entrecasteaux, en 1793, y Dumont d'Urville, en 1827, que fue quien aclaró el caos geográfico de este archipiélago.
El Nautilus se aproximó luego a la bahía de Wailea, escenario de las terribles aventuras del capitán Dillon, que fue el primero en aclarar el misterio del naufragio de La Pérousse.
Esta bahía, dragada en varias ocasiones, nos suministró unas ostras excelentes, de las que hicimos un consumo inmoderado, tras haberlas abierto en nuestra propia mesa siguiendo el consejo de Séneca. Aquellos moluscos pertenecían a la especie conocida con el nombre de «ostra lamellosa», muy común en Córcega. El banco de Wailea debía ser considerable, y, ciertamente, si no fuera por las múltiples causas de destrucción, esas aglomeraciones terminarían por colmar las bahías, ya que se cuentan hasta dos millones de huevos en un solo individuo.
Si Ned Land no tuvo que arrepentirse de su glotonería en esa ocasión es porque la ostra es el único alimento que no provoca ninguna indigestión. No se requieren menos de seis docenas de estos moluscos acéfalos para suministrar los trescientos quince gramos de sustancia azoada necesarios a la alimentación cotidiana del hombre.
El 25 de diciembre, el Nautilus navegaba en medio del archipiélago de las Nuevas Hébridas descubierto por Quirós, en 1606; explorado por Bougainville, en 1768, y bautizado con su actual nombre por Cook, en 1773. Este grupo se compone principalmente de nueve grandes islas, y forma una banda de ciento veinte leguas del Norte Noroeste al Sur Sudeste, entre los 15º y 20 de latitud Sur y los 164º y 168º de longitud. Pasamos bastante cerca de la isla de Auru que, en el momento de las observaciones de mediodía, vi como una masa boscosa dominada por un pico de gran altura.
Aquel día era Navidad, y me pareció que Ned Land lamentaba vivamente que no se celebrara el Christmas, verdadera fiesta familiar de la que los protestantes son fanáticos observadores. Hacía ya ocho días que no veía al capitán Nemo cuando, el 27 por la mañana, entró en el gran salón, con ese aire del hombre que acaba de dejarle a uno hace cinco minutos. Estaba yo tratando de reconocer en el planisferio la ruta seguida por el Nautilus. El capitán se acercó, marcó con el dedo un punto del mapa y pronunció una sola palabra:
-Vanikoro.
Era una palabra mágica. Era el nombre de los islotes en los que se perdieron los navíos de La Pérousse. Me incorporé y le pregunté:
-¿Nos lleva el Nautilus a Vanikoro?
-Sí, señor profesor.
-¿Y podré visitar estas célebres islas en las que se destrozaron el Boussole y el Astrolabe?
-Si así le place, señor profesor.
-¿Cuándo estaremos en Vanikoro?
-Estamos ya, señor profesor.
Seguido del capitán Nemo subí a la plataforma, y desde allí mi mirada recorrió ávidamente el horizonte.
Al Nordeste emergían dos islas volcánicas de desigual magnitud, rodeadas de un arrecife de coral de unas cuarenta millas de perímetro. Estábamos ante la isla de Vanikoro propiamente dicha, a la que Dumont d'Urville impuso el nombre de isla de la Récherche, y precisamente ante el pequeño puerto de Vanu, situado a 16º 4' de latitud Sur y 164º 32' de longitud Este. Las tierras parecían recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas del interior, dominadas por el monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta y seis toesas.
Tras haber franqueado el cinturón exterior de rocas por un estrecho paso, el Nautilus se encontró al otro lado de los rompientes, en aguas cuya profundidad se limitaba a unas treinta o cuarenta brazas. Bajo la verde sombra de los manglares, vi a algunos salvajes que manifestaban una viva sorpresa. En el largo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de agua ¿no veían ellos un formidable cetáceo del que había que desconfiar?
En aquel momento, el capitán Nemo me preguntó qué era lo que yo sabía acerca del naufragio de La Pérousse.
-Lo que sabe todo el mundo, capitán -le respondí.
-¿Y podría decirme qué es lo que sabe todo el mundo? -me preguntó con un tono un tanto irónico.
-Con mucho gusto.
Y le conté lo que los últimos trabajos de Dumont d'Urville habían dado a conocer, y que muy sucintamente resumido es lo que sigue. La Pérousse y su segundo, el capitán de Langle, fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegación a bordo de las corbetas Boussole y Astrolabe, que nunca más reaparecerían.
En 1791, el gobierno francés, inquieto por la suerte de las dos corbetas armó dos grandes navíos, Récherche y Esperance, que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando de Bruni d'Entrecasteaux. Dos meses después, se supo por la declaración de un tal Bowen, capitán del Albermale, que se habían visto restos de los buques naufragados en la costas de la Nueva Georgia. Pero ignorando D'Entrecasteaux tal comunicación, bastante incierta, por otra parte, se dirigió hacia las islas del Almirantazgo, designadas en un informe del capitán Hunter como escenario del naufragio de La Pérousse.
Vanas fueron sus búsquedas. La Esperance y la Récherche pasaron incluso ante Vanikoro sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado, pues costó la vida a D'Entrecasteaux, a dos de sus oficiales y a varios marineros de su tripulación.
Sería un viejo navegante del Pacífico, el capitán Dillon, el primero que encontrara huellas indiscutibles de los náufragos. El 15 de mayo de 1824, al pasar con su navío, el Saint Patrick, cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas Hébridas, un indígena que se había acercado en piragua le vendió la empuñadura de plata de una espada en la que aparecían unos caracteres grabados con buril. El indígena afirmó que seis años antes, durante una estancia en Vanikoro, había visto a dos europeos, pertenecientes a las tripulaciones de unos barcos que habían naufragado hacía largos años en los arrecifes de la isla.
Dillon adivinó que se trataba de los barcos de La Pérousse, cuya desaparición había conmovido al mundo entero. Quiso ir a Vanikoro, donde, según el indígena, había numerosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se lo impidieron. Dillon regresó a Calcuta, donde consiguió interesar en su descubrimiento a la Sociedad Asiática y a la Compañía de Indias, que pusieron a su disposicion un navío, al que él dio el nombre de Récherche, con el que se hizo a la mar el 23 de enero de 1827, acompañado por un agente francés.
La nueva Récherche, tras haber tocado en distintos puntos del Pacífico, fondeó ante Vanikoro el 7 de julio de 1827, en la misma rada de Vanu en la que se hallaba el Nautílus en ese momento.
Allí pudo recoger numerosos restos del naufragio, utensilios de hierro, áncoras, estrobos de poleas, cañones, un obús del dieciocho, restos de instrumentos de astronomía, un trozo del coronamiento y una campana de bronce con la inscripción: «Bazin me hizo», marca de la fundición del arsenal de Brest hacia 1785. La duda ya no era posible.
Estuvo Dillon completando sus investigaciones en el lugar del naufragio hasta el mes de octubre. Luego, zarpó de Vanikoro, se dirigió hacia Nueva Zelanda y llegó a Calcuta el 7 de abril de 1828. Viajó después a Francia, donde fue acogido con mucha simpatía por Carlos X.
Pero mientras tanto, ignorante Dumont d'Urville de los hallazgos de Dillon, había partido para buscar en otro lugar el escenario de naufragio. Y, en efecto, se había sabido por un bafienero que unas medallas y una cruz de San Luis se hallaban entre las manos de los salvajes de la Luisiada y de la Nueva Caledonia.
Dumont d'Urville se había hecho, pues, a la mar, al mando del Astrolabe, y dos meses después que Dillon abandonara Vanikoro fondeaba ante Hobart Town. Fue allí donde se enteró de los hallazgos de Dillon y donde supo, además, que un tal James Hobbs, segundo del Union, de Calcuta, había desembarcado en una isla, situada a 8º 18' de latitud Sur y 156º 30'de longitud Este, y visto a los indígenas de la misma servirse de unas barras de hierro y de telas rojas.
Bastante perplejo y dudando de si dar crédito a estos relatos, comunicados por periódicos poco dignos de confianza, Dumont d'Urvifie se decidió, sin embargo, a seguir los pasos de Dillon.
El 10 de febrero de 1828, Dumont d'Urville se presentó en Tikopia, donde tomó por guía e intérprete a un desertor establecido en esa isla, y de allí se dirigió a Vanikoro, cuyas costas avistó el 12 de febrero. Estuvo bordeando sus arrecifes hasta el 14, y tan sólo el 20 pudo fondear al otro lado de la barrera, en la rada de Vanu. El día 23, varios de sus oficiales dieron la vuelta a la isla y volvieron con algunos restos de escasa importancia. Los indígenas, ateniéndose a una actitud negativa y evasiva, rehusaban conducirles al lugar del naufragio. Esa sospechosa conducta les indujo a creer que los indígenas habían maltratado a los náufragos y que temían que Dumont d'Urville hubiese llegado para vengar a La Pérousse y a sus infortunados compañeros. Sin embargo, unos días más tarde, el 26, estimulados por algunos regalos y comprendiendo que no tenían que temer ninguna represalia, condujeron al lugarteniente de Dumont, Jasquinot, al lugar del naufragio.
Allí, a tres o cuatro brazas de agua y entre los arrecifes de Pacú y de Vanu yacían áncoras, cañones y piezas de hierro fundido y de plomo, incrustados en las concreciones calcáreas. El Astrolabe envió al lugar su chalupa y su ballenera. No sin gran trabajo, sus tripulaciones consiguieron retirar un áncora que pesaba mil ochocientas libras, un cañón del ocho de fundicion, una pieza de plomo y dos cañoncitos de cobre.
El interrogatorio a que sometió Dumont d'Urville a los indígenas le reveló que La Pérousse, tras la pérdida de sus dos barcos en los arrecifes de la isla, había construido uno más pequeño, que se perdería a su vez. ¿Dónde? Se ignoraba.
El capitán del Astrolabe hizo erigir bajo un manglar un cenotaflo a la memoria del célebre navegante y de sus compañeros. Era una simple pirámide cuadrangular asentada sobre un basamento de corales, de la que excluyó todo objeto metálico que pudiera excitar la codicia de los indígenas.
Dumont d'Urville quiso partir inmediatamente, pero hallándose sus hombres y él mismo minados por las fiebres que habían contraído en aquellas costas malsanas, no pudo aparejar hasta el 17 de marzo.
Mientras tanto, temeroso el gobierno francés de que Dumont d'Urville no se hubiese enterado de los hallazgos de Dillon, había enviado a Vanikoro a la corbeta Bayonnaise, al mando de Legoarant de Tromelin, desde la costa occidental de América donde se hallaba. Legoarant fondeó ante Vanikoro algunos meses después de la partida del Astrolabe. No halló ningún documento nuevo, pero pudo comprobar que los salvajes habían respetado el mausoleo de La Pérousse.
Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capitán Nemo.
-Así que se ignora todavía dónde fue a acabar el tercer navío, construido por los náufragos en la isla de Vanikoro, ¿no es así?
-En efecto.
Por toda respuesta, el capitán Nemo me indicó que le siguiera al gran salón.
El Nautilus se sumergió algunos metros por debajo de las olas. Se corrieron los paneles metálicos para dar visibilidad a los cristales.
Yo me precipité a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas de fungias, de sifoneas, de alcionarios y de cariofíleas, y a través de miriadas de peces hermosísimos, de girelas, de glifisidontos, de ponféridos, de diácopodos y de holocentros, reconocí algunos restos que las dragas no habían podido arrancar; tales como abrazaderas de hierro, áncoras, cañones, obuses, una pieza del cabrestante, una roda, objetos todos procedentes de los navíos naufragados y tapizados ahora de flores vivas.
Mientras contemplaba yo así aquellos restos desolados, el capitán Nemo me decía con una voz grave:
-El comandante La Pérousse partió el 7 de diciembre de 1785 con sus navíos Boussole y Astrolabe. Fondeó primero en Botany Bay, visitó luego el archipiélago de la Amistad, la Nueva Caledonia, se dirigió hacia Santa Cruz y arribó a Namuka, una de las islas del archipiélago Hapai. Llegó más tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro. El Boussole, que iba delante, tocó en la costa meridional. El Astrolabe, que acudió en su ayuda, encalló también. El primero quedó destruido casi inmediatamente. El segundo, encallado a sotavento, resistió algunos días. Los indígenas dieron una buena acogida a los náufragos. Éstos se instalaron en la isla y construyeron un barco más pequeño con los restos de los dos grandes. Algunos marineros se quedaron voluntariamente en Vanikoro. Los otros, debilitados y enfermos, partieron con La Pérousse hacia las islas Salomón, para perecer allí en la costa occidental de la isla principal del archipiélago, entre los cabos Decepción y Satisfacción.
-¿Cómo lo sabe usted? -le pregunté.
-Encontré esto en el lugar de último naufragio.
El capitán Nemo me mostró una caja de hojalata sellada con las armas de Francia y toda roñosa por la corrosión del agua marina. La abrió y vi un rollo de papeles amarillentos, pero aún legibles.
Eran las instrucciones del ministro de la Marina al comandante La Pérousse, con anotaciones al margen hechas personalmente por Luis XVI.
-Una hermosa muerte para un marino -dijo el capitán Nemo -y una tranquila tumba de coral. ¡Quiera el cielo que tanto yo como mis compañeros no tengamos otra!

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