martes, 20 de noviembre de 2012
CAPITULO X EL HOMBRE DE LAS AGUAS
Era el comandante de a bordo quien así había hablado.
Al oír tales palabras, Ned Land se incorporó súbitamente. El steward, casi estrangulado, salió, tambaleándose, a una señal de su jefe; pero era tal el imperio del comandante que ni un gesto traicionó el resentimiento de que debía estar animado ese hombre contra el canadiense.
Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasibilidad, y yo, estupefacto, esperábamos en silencio el desenlace de la escena.
El comandante, apoyado en el ángulo de la mesa, cruzado de brazos, nos observaba con una profunda atención. ¿Dudaba de si debía proseguir hablando? Cabía creer que lamentaba haber pronunciado aquellas palabras en francés.
Tras unos instantes de silencio que ninguno de nosotros osó romper, dijo con una voz tranquila y penetrante:
-Señores, hablo lo mismo el francés que el inglés, el alemán que el latín. Pude, pues, responderles durante nuestra primera entrevista, pero quería conocerles primero y reflexionar después. Su cuádruple relato, absolutamente semejante en el fondo, me confirmó sus identidades, y supe así que el azar me había puesto en presencia del señor Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural en el Museo de París, encargado de una misión científica en el extranjero; de su doméstico, Conseil, y de Ned Land, canadiense y arponero a bordo de la fragata Abraham Licoln, de la marina nacional de los Estados Unidos de América.
Me incliné en signo de asentimiento. No había ninguna interrogación en las palabras del comandante, y en consonancia no requerían respuesta. Se expresaba con una facilidad perfecta, sin ningún acento. Sus frases eran nítidas; sus palabras, precisas; su facilidad de elocución, notable. Y, sin embargo, yo no podía «sentir» en él a un compatriota.
El hombre prosiguió hablando en estos términos:
-Sin duda ha debido parecerle, señor, que he tardado demasiado en hacerles esta segunda visita. Lo cierto es que, una vez conocida su identidad, hube de sopesar cuidadosamente la actitud que debía adoptar con ustedes. Y lo he dudado mucho. Las más enojosas circunstancias les han puesto en presencia de un hombre que ha roto sus relaciones con la humanidad. Han venido ustedes a perturbar mi existencia...
-Involuntariamente -dije.
-¿Involuntariamente? -dijo el desconocido, elevando la voz-. ¿Puede afirmarse que el Abraham Lincoln me persigue involuntariamente por todos los mares? ¿Tomaron ustedes pasaje a bordo de esa fragata involuntariamente? ¿Rebotaron involuntariamente en mi navío los obuses de sus cañones? ¿Fue involuntariamente como nos arponeó el señor Land?
Había una contenida irritación en las palabras que acababa de proferir. Pero a tales recriminaciones había una respuesta natural, que es la que yo le di.
-Señor, sin duda ignora usted las discusiones que ha suscitado en América y en Europa. Tal vez no sepa usted que diversos accidentes, provocados por el choque de su aparato submarino, han emocionado a la opinión pública de ambos continentes. No le cansaré con el relato de las innumerables hipótesis con las que se ha tratado de hallar explicación al inexplicable fenómeno cuyo secreto sólo usted conocía. Pero debe saber usted que al perseguirle hasta los altos mares del Pacífico, el Abraham Lincoln creía ir en pos de un poderoso monstruo marino del que había que librar al océano a toda costa.
Un esbozo de sonrisa se dibujó en los labios del comandante, quien añadió, en tono más suave: -Señor Aronnax, ¿osaría usted afirmar que su fragata no hubiera perseguido y cañoneado a un barco submarino igual que a un monstruo?
Su pregunta me dejó turbado, pues con toda certeza el comandante Farragut no hubiese dudado en hacerlo, creyendo deber suyo destruir un aparato de ese género, al mismo título que un narval gigantesco.
-Comprenderá usted, pues, señor, que tengo derecho a tratarles como enemigos.
No respondí, y con razón. ¿Para qué discutir semejante proposición, cuando la fuerza puede destruir los mejores argumentos?
-Lo he dudado mucho. Nada me obligaba a concederles mi hospitalidad. Si debía separarme de ustedes, no tenía ningún interés en volver a verles. Me hubiera bastado situarles de nuevo en la plataforma de este navío que les sirvió de refugio, sumergirme y olvidar su existencia. ¿No era ése mi derecho? -Tal vez sea ése el derecho de un salvaje -respondí-, pero no el de un hombre civilizado.
-Señor profesor -replicó vivamente el comandante-, yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí.
Lo había dicho en un tono enérgico y cortante. Un destello de cólera y desdén se había encendido en los ojos del desconocido. Entreví en ese hombre un pasado formidable. No sólo se había puesto al margen de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre en la más rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la sociedad. ¿Quién osaría perseguirle hasta el fondo de los mares, puesto que en su superficie era capaz de sustraerse a todas las asechanzas que contra él se tendían? ¿Qué navío podía resistir al choque de su monitor submarino? ¿Qué coraza, por gruesa que fuese, podía soportar los golpes de su espolón? Nadie, entre los hombres, podía pedirle cuenta de sus actos. Dios, si es que creía en Él; su conciencia, si la tenía, eran los únicos jueces de los que podía depender.
Tales eran las rápidas reflexiones que había suscitado en mí el extraño personaje, quien callaba, como absorto y replegado en sí mismo. Yo le miraba con un espanto lleno de interés, tal y como Edipo debió observar a la esfinge.
Tras un largo silencio, el comandante volvió a hablar.
-Así, pues, dudé mucho, pero al fin pensé que mi interés podía conciliarse con esa piedad natural a la que todo ser humano tiene derecho. Permanecerán ustedes a bordo, puesto que la fatalidad les ha traído aquí. Serán ustedes libres, y a cambio de esa libertad, muy relativa por otra parte, yo no les impondré más que una sola condición. Su palabra de honor de someterse a ella me bastará.
-Diga usted, señor -respondí-, supongo que esa condición es de las que un hombre honrado puede aceptar.
-Sí, señor, y es la siguiente: es posible que algunos acontecimientos imprevistos me obliguen a encerrarles en sus camarotes por algunas horas o algunos días, según los casos. Por ser mi deseo no utilizar nunca la violencia, espero de ustedes en esos casos, más aún que en cualquier otro, una obediencia pasiva. Al actuar así, cubro su responsabilidad, les eximo totalmente, pues debo hacerles imposible ver lo que no debe ser visto. ¿Aceptan ustedes esta condición?
Ocurrían allí, pues, cosas por lo menos singulares, que no debían ser vistas por gentes no situadas al margen de las leyes sociales. Entre las sorpresas que me reservaba el porvenir no debía ser ésa una de las menores.
-Aceptamos -respondí-. Pero permítame hacerle una pregunta, una sola.
-Dígame.
-¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?
-Totalmente.
-Quisiera preguntarle, pues, qué es lo que entiende usted por libertad.
-Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí -salvo en algunas circunstancias excepcionales-, la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis compañeros y yo. Era evidente que no nos entendíamos.
-Perdón, señor –proseguí-, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos.
-Preciso será, sin embargo, que les baste.
-¡Cómo! ¿Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros países, nuestros amigos y nuestras familias?
-Sí, señor. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres creen ser la libertad, no es quizá tan penoso como usted puede creer.
-Jamás daré yo mi palabra -intervino Ned Land -de que no trataré de escaparme.
-Yo no le pido su palabra, señor Land -respondió fríamente el comandante.
-Señor -dije, encolerizado a mi pesar-, abusa usted de su situación. Esto se llama crueldad.
-No, señor, esto se llama clemencia. Son ustedes prisioneros míos después de un combate. Les guardo conmigo, cuando podría, con una sola orden, arrojarles a los abismos del océano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ningún hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. ¿Y creen ustedes que voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? ¡jamás! Al retenerles aquí no es a ustedes a quienes guardo, es a mí mismo.
Esta declaración indicaba en el comandante una decisión contra la que no podría prevalecer ningún argumento.
-Así, pues, señor -dije-, nos da usted simplemente a elegir entre la vida y la muerte, ¿no?
-Así es, simplemente.
-Amigos míos -dije a mis compañeros-, ante una cuestión así planteada, no hay nada que decir. Pero ninguna promesa nos liga al comandante de a bordo.
-Ninguna, señor -respondió el desconocido.
Luego, con una voz más suave, añadió:
-Ahora, permítame acabar lo que quiero decirle. Yo le conozco, señor Aronnax. Si no sus compañeros, usted, al menos, no tendrá tantos motivos de lamentarse del azar que le ha ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estudios favoritos hallará usted el que ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he leído a menudo. Ha llevado usted su obra tan lejos como le permitía la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto usted todo. Déjeme decirle, señor profesor, que no lamentará usted el tiempo que pase aquí a bordo. Va a viajar usted por el país de las maravillas. El asombro y la estupefacción serán su estado de ánimo habitual de aquí en adelante. No se cansará fácilmente del espectáculo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al mundo submarino (que, ¿quién sabe?, quizá sea la última), todo lo que he podido estudiar en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted será mi compañero de estudios. A partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, verá usted lo que no ha visto aún hombre alguno (pues yo y los míos ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a mí, va a entregarle sus últimos secretos.
No puedo negar que las palabras del comandante me causaron una gran impresión. Habían llegado a lo más vulnerable de mi persona, y así pude olvidar, por un instante, que la contemplación de esas cosas sublimes no podía valer la libertad perdida. Pero tan grave cuestión quedaba confiada al futuro, y me limité a responder:
-Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. Somos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera absorber hasta la necesidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecería grandes compensaciones.
Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no lo hizo y lo sentí por él.
-Una última pregunta -dije en el momento en que ese ser inexplicable parecía querer retirarse.
-Dígame, señor profesor.
-¿Con qué nombre debo llamarle?
-Señor -respondió el comandante-, yo no soy para ustedes más que el capitán Nemo, y sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del Nautilus.
El capitán Nemo llamó y apareció un steward. El capitán le dio unas órdenes en esa extraña lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:
-Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabilidad de seguir a este hombre.
-No es cosa de despreciar -dijo el arponero, a la vez que salía, con Conseil, de la celda en la que permanecíamos desde hacía más de treinta horas.
-Y ahora, señor Aronnax, nuestro almuerzo está dispuesto. Permítame que le guíe.
-A sus órdenes, capitán.
Seguí al capitán Nemo, y nada más atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho corredor iluminado eléctricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abrió una segunda puerta ante mí.
Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gusto severo. En sus dos extremidades se elevaban altos aparadores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio inestimable. Una vajilla lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un techo luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecución.
En el centro de la sala había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me indicó el lugar en que debía instalarme.
-Siéntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muriéndose de hambre.
El almuerzo se componía de un cierto número de platos, de cuyo contenido era el mar el único proveedor. Había algunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me acostumbré fácilmente. Me parecieron todos ricos en fósforo, lo que me hizo pensar que debían tener un origen marino.
El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero debió adivinar mis pensamientos, pues respondió a las preguntas que deseaba ardientemente formularle.
-La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo más mínimo. Los hombres de mi tripulación son muy vigorosos y se alimentan igual que yo.
-¿Todos estos alimentos son productos del mar?
-Sí, señor profesor. El mar provee a todas mis necesidades. Unas veces echo mis redes a la rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este elemento que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques submarinos. Mis rebaños, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las inmensas praderas del océano. Tengo yo ahí una vasta propiedad que exploto yo mismo y que está sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.
Miré al capitán Nemo con un cierto asombro y le dije:
-Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me es más difícil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por pequeño que sea, pueda figurar en su minuta.
-Nunca usamos aquí la carne de los animales terrestres -respondió al capitán Nemo.
-¿Y eso? -pregunté, mostrando un plato en el que había aún algunos trozos de filete.
-Eso que cree usted ser carne no es otra cosa que filete de tortuga de mar. He aquí igualmente unos hígados de delfín que podría usted tomar por un guisado de cerdo. Mi cocinero es muy hábil en la preparación de los platos y en la conservación de estos variados productos del océano. Pruébelos todos. He aquí una conserva de holoturias que un malayo declararía sin rival en el mundo; he aquí una crema hecha con leche de cetáceo; y azúcar elaborada a partir de los grandes fucos del mar del Norte. Y por último, permítame ofrecerle esta confitura de anémonas que vale tanto como la de los más sabrosos frutos.
Probé de todo, más por curiosidad que por gula, mientras el capitán Nemo me encantaba con sus inverosímiles relatos.
-Pero el mar, señor Aronnax, esta fuente prodigiosa e inagotable de nutrición, no sólo me alimenta sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilación de plantas marinas. Su colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volverá a él algún día.
-Ama usted el mar, capitán.
-¡Sí! ¡Lo amo! ¡El mar es todo! Cubre las siete décimas partes del globo terrestre. Su aliento es puro y sano. Es el inmenso desierto en el que el hombre no está nunca solo, pues siente estremecerse la vida en torno suyo. El mar es el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; es movimiento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de sus poetas. Y, en efecto, señor profesor, la naturaleza se manifiesta en él con sus tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Este último está en él ampliamente representado por los cuatro grupos de zoófitos, por tres clases de articulados, por cinco de moluscos, por tres de vertebrados, los mamíferos, los reptiles y esas innumerables legiones de peces, orden infinito de animales que cuenta con más de trece mil especies de las que tan sólo una décima parte pertenece al agua dulce. El mar es el vasto receptáculo de la naturaleza. Fue por el mar por lo que comenzó el globo, y quién sabe si no terminará por él. En el mar está la suprema tranquilidad. El mar no pertenece a los déspotas. En su superficie pueden todavía ejercer sus derechos inicuos, batirse, pelearse, devorarse, transportar a ella todos los horrores terrestres. Pero a treinta pies de profundidad, su poder cesa, su influencia se apaga, su potencia desaparece. ¡Ah! ¡Viva usted, señor, en el seno de los mares, viva en ellos! Solamente ahí está la independencia. ¡Ahí no reconozco dueño ni señor! ¡Ahí yo soy libre!
El capitán Nemo calló súbitamente, en medio del entusiasmo que le desbordaba. ¿Se había dejado ir más allá de su habitual reserva? ¿Habría hablado demasiado? Muy agitado, se paseó durante algunos instantes. Luego sus nervios se calmaron, su fisonomía recuperó su acostumbrada frialdad, y volviéndose hacia mí, dijo:
-Y ahora, señor profesor, si desea visitar el Nautilus estoy a su disposición.
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