viernes, 14 de septiembre de 2012

FUERA DEL CÍRCULO DE TIZA


 



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Tomado del libro Cuentos a seis manos de Angélica González Macías, Artemio Ríos Rivera y Marta Elena Nava Tablada. De la colección Libros del rincón.
Artemio Ríos Rivera
No había cumplido los tres años de edad. Mi padre trabajaba en la Junta local de Caminos. Probablemente estaba ocupado en la construcción de la carretera que une la capital del estado con la ciudad de Huatusco, pasando por el puente de Los Pescados hasta llegar al pueblo de Totutla. Era un hombre al que le gustaba caminar, caminaba mucho, imagino que en esos tiempos no había suficientes medios de transporte y ahorraba dinero caminando. Atravesaba cerros, arroyos y sembradíos durante horas y horas para desplazarse del trabajo a la casa, para ir y regresar al centro de la ciudad.
En el camino pepenaba lo que encontraba. Siempre que llegaba a casa se soltaba la algarabía para mirar lo que había encontrado en el camino: un tlacuache para los tamales, un armadillo para hacerlo de adobo, una culebra para asar, un racimo de plátanos, unas naranjas, algún pedazo de tronco que serviría después como banco o base de una lámpara, ciertas yerbas para comer o preparar una infusión.
Realmente viví poco tiempo con él. Para entonces ya se habían separado mis padres. Los recuerdos que tengo de mi progenitor no están asociados con la presencia de mi madre, sino con su ausencia, pero no de una separación dolorosa. Más bien con su inexistencia porque a esa edad no me preocupaba de su paradero. Ella se fue de la casa con mi hermana cuatro años mayor, yo me quedé en el hogar de mi predecesor. Ése fue el acuerdo que tuvieron.
No recuerdo cómo, pero en el poco tiempo que estuve con papá había otra mujer en casa, la que fue su compañera hasta que él murió. Vivíamos por la loma de la salida a Briones, muy cerca del campo. En la parte alta de la loma, a un costado de la escuela primaria, vivía mi abuela. Nosotros teníamos nuestra casa en la parte baja, en una falda de lo que entonces era una pequeña barranca.
Por las tardes me gustaba esperar la llegada de mi padre, pero no lo hacía abajo sino en la loma, en la banquetita que estaba junto a la puerta de la tienda que también era la casa de mi abuela. Le rogaba para que me fiara un vaso de

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tepache y un plátano que, cuando me daba, rebanaba a la mitad por lo largo y le ponía chile en polvo. No siempre se conmovía la abuela. Entonces, con plátano o sin él, me tiraba en la banqueta, subiendo los pies contra la pared y cantando canciones que ya han desaparecido de mi memoria.
La imagen que tengo de mi padre es la de un hombre joven, moreno, delgado, con un sombrero de palma en la cabeza, un bigote negro recortado como su cabello. Me parece que era alegre aunque no estoy seguro, en todo caso no era un hombre triste ni amargado. Creo que eventualmente me cargaba o abrazaba, pero tampoco estoy muy seguro de eso. Sin embargo, hay dos momentos que vienen a mi mente con nitidez.
El primero era de noche, ya muy avanzada, lloraba yo desconsoladamente porque me dolía un diente. De la penumbra alumbrada por una vela salió mi padre en calzoncillos y me cargó. Sentí su pecho cálido en el mío, yo también dormía sin piyama ni playera. Me estuvo consolando hasta que mitigó el dolor y volví a caer dormido. No tengo ningún otro recuerdo de ese dolor de muelas.
La segunda evocación tiene que ver también con dolencias y bálsamos. Era la tarde y jugaba hincado sobre la cama, creo que era un catre de costales, de esos que se usan en tierra caliente. Me recuerdo riendo a carcajadas. De repente caí de la cama y en mi frente se marcó una corcholata que estaba en el piso con la parte filosa hacia arriba. Sangré ligeramente. Lloraba adolorido cuando mi padre me tomó en sus brazos para consolarme. Tenía una camisa clara, húmeda de su transpiración, me estuvo mirando un buen rato hasta que pasó el dolor y volví a sonreír.
También me recuerdo alguna vez recostado en las piernas de su esposa, quien espulgaba piojos en mi cabeza, revisaba mi oído o quizá simplemente me acariciaba. Imagino que ella era muy joven y todavía no tenía hijos. Seguramente su instinto maternal y su amor por mi padre se transferían a un niño que no era suyo.
No había pasado mucho tiempo cuando mi madre me secuestró. Mi padre tomó una decisión a mi parecer inteligente: no buscó recuperar a su hijo. Me parece terrible la imagen del círculo de tiza, un cuento de Brecht, en el que dos mujeres reclaman la maternidad de una niña y tienen que tirar, cada una, de uno de los brazos de la pequeña, y quien la saque del círculo hacia sí misma será reconocida por el juez como la madre legítima. La verdadera madre no jala, suelta a su hija para no lastimarla, prefiere perderla que hacerle daño. Algo similar a la bíblica decisión del Rey Salomón: partir un hijo en dos para dar la mitad a cada uno de los padres, justamente lo que les corresponde ni más ni menos.
No conozco los motivos de mi padre para no correr en una lucha fratricida y encarnizada detrás de su hijo. Tal vez era comodidad. Nunca hablamos de eso, pero se lo agradezco profundamente. Creo que fue la mejor decisión.


                                                                                                                                                                                      

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