martes, 20 de noviembre de 2012

20 MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO


CAPITULO I

Escollo

Escollos en el mar de Noruega.
Un escollo es, en la navegación marítima, un tipo de islote rocoso, a flor de agua o un arrecife. El uso del término "escollo" se refiere a obstáculos o peligros para la navegación. Normalmente se considera que es demasiado pequeño para que alguien lo habite. Puede simplemente ser un arrecife rocoso. Un escollo puede también recibir el nombre de stacks marinos bajos.1
En los mares septentrionales de Europa son abundantes, recibiendo nombres que derivan del nórdico antiguo sker, que significa una roca en el mar. Este término paso al inglés, formando skerry, a través de la palabra escocesa que se escribe skerrie o skerry. En las lenguas nórdicas se dice: skerry en islandés, sker en feroés, skær en danés, skär en sueco, skjær o skjer en noruego, Schäre en alemán y kari en finlandés y estonio. En gaélico escocés, aparece como sgeir, como en Sula Sgeir, en irlandés como sceir, y en manés como skeyr. La palabra italiana, scoglio, se parece a la castellana.
Los escollos se forman normalmente como en la desembocadura de los fiordos donde valles formados glaciarmente en ángulos rectos con la costa se unen con otros valles transversales en una disposición compleja. En algunos lugares cerca de los márgenes del mar de áreas con fiordos, los canales llenos trazados por el hielo son tan numerosos y variados en dirección que la costa rocosa está dividida en miles de bloques de islas, algunos grandes y montañosos mientras que otros son meros puntos o reefs rocosos, que suponen una amenaza a la navegación.


CAPITULO II

LOS PROS Y LOS CONTRAS

En la época en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploración científica emprendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos. En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París, el gobierno francés me había delegado a esa expedición. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegué a Nueva York, cargado de preciosas colecciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo. En espera del momento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mineralógicas, botánicas y zoológicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.
Estaba yo perfectamente al corriente de la cuestión que dominaba la actualidad. ¿Cómo podría no estarlo? Había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Que algo había, era indudable, y a los incrédulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del Scotia.
A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más candente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco competentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodigiosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la existencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.
Quedaban, pues, tan sólo dos soluciones posibles al problema, soluciones que congregaban a dos bandos bien diferenciados: de una parte, los que creían en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco «submarino» de una gran potencia motriz.
Ahora bien, esta última hipótesis, admisible después de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tuviera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturaleza. ¿Dónde y cuándo hubiera podido construirlo, y cómo hubiera podido mantener en secreto su construcción?
Únicamente un gobierno podía poseer una máquina destructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en secreto un arma semejante. Después de los fusiles «chassepot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes submarinos; después de éstos .... la reacción. Al menos, así puede esperarse.
Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco submarino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy difícil para un particular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas acciones son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.
Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Prusia, en España, en Italia, en América e incluso en Turquía, hubo de rechazarse definitivamente la hipótesis de un monitor submarino.
Ello sacó nuevamente a flote al monstruo, pese a las incesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron invadir por las más absurdas fantasmagorías de una fantástica ictiología.
A mi llegada a Nueva York, varias personas me habían hecho el honor de consultarme sobre el fenómeno en cuestión. Había publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que había hallado una excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Solicitada mi opinión, me encerré en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categóricamente. «El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de París», fue conminado por el New York Herald a formular una opinión.
Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por más tiempo, hablé. Analicé la cuestión desde todos los puntos de vista, políticamente y científicamente. Del muy denso artículo que publiqué en el número del 30 de abril, doy a continuación un extracto.
«Así pues -decía yo-, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles y rechazado cualquier otra suposición, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.
»Las grandes profundidades del océano nos son totalmente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan? ¿Qué seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.
»La solución del problema que me ha sido sometido puede revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontecimiento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano.
»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habrá que buscar necesariamente al animal en cuestión entre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me indinaría a admitir la existencia de un narval gigantesco.
»El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies. Quintuplíquese, decuplíquese esa dimensión, otórguese a ese cetáceo una fuerza proporcional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se obtendrá el animal deseado, el que reunirá las proporciones estimadas por los oficiales del Shannon, el instrumento exigido por la perforación del Scotia y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.
»En efecto, el narval está armado de una especie de espada de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del acero. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medicina de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multiplíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida.
»En consecuencia, y hasta disponer de más amplias informaciones, yo me inclino por un unicornio marino de dimensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.
»Así podría explicarse este fenómeno inexplicable, a menos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, visto, sentido y notado, lo que también es posible.»
Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de profesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo».
Las calurosas polémicas suscitadas por mi artículo le dieron una gran repercusión. Mis tesis congregaron un buen número de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la solución que proponía dejaba libre curso a la imaginación. El espíritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisamente su mejor vehículo, el único medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son más que unos enanos. Las masas líquidas transportan las mayores especies conocidas de los mamíferos, y quizá ocultan moluscos de tamaños incomparables y crustáceos terroríficos, como podrían ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? Antiguamente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los reptiles, los pájaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiempo ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ignoradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el núcleo terrestre sometido a un cambio incesante? ¿Por qué no podría conservar el mar en su seno las últimas variedades de aquellas especies titánicas, cuyos años son siglos y los siglos milenios?
Pero me estoy dejando llevar a fantasmagorías que no me es posible ya sustentar. ¡Basta ya de estas quimeras que el tiempo ha transformado para mí en realidades terribles! Lo repito, la opinión quedó fijada en lo que concierne a la naturaleza del fenómeno y el público admitió sin más discusión la existencia de un ser prodigioso que no tenía nada en común con las fabulosas serpientes de mar.
Pero frente a los que vieron en ello un problema puramente científico por resolver, otros, más positivos, sobre todo en América y en Inglaterra, se preocuparon de purgar al océano del temible monstruo, a fin de asegurar las comunicaciones marítimas. Las publicaciones especializadas en temas industriales y comerciales trataron la cuestión principalmente desde este punto de vista. La Shipping and Mercantile Gazette, el Lloyd, el Paquebot, La Revue Maritime et Coloniale, todas las publicaciones periódicas en las que estaban representados los intereses de las compañías de seguros, que amenazaban ya con la elevación de las tarifas de sus pólizas, coincidieron en ese punto.
Habiéndose pronunciado ya la opinión pública, fueron los Estados de la Unión los primeros en decidirse a tomar medidas prácticas. En Nueva York se hicieron preparativos para emprender una expedición en persecución del narval. Una fragata muy rápida, la Abraham Lincoln, fue equipada para hacerse a la mar con la mayor brevedad. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, quien aceleró el armamento de su fragata.
Pero como suele ocurrir, bastó que se hubiera tomado la decisión de perseguir al monstruo para que éste no reapareciera más. Nadie volvió a oír hablar de él durante dos meses. Ningún barco se lo encontró en su derrotero. Se hubiera dicho que el unicornio conocía la conspiración que se estaba tramando contra él ¡Se había hablado tanto de él y hasta por el cable transatlántico! Los bromistas pretendían que el astuto monstruo había interceptado al paso algún telegrama a él referido y que obraba en consecuencia.
En tales circunstancias, no se sabía adónde dirigir la fragata, armada para una larga campaña y provista de formidables aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuando, el 3 de julio, se notificó que un vapor de la línea de San Francisco a Shangai había vuelto a ver al animal tres semanas antes, en los mares septentrionales del Pacífico.
Grande fue la emoción causada por la noticia. No se concedieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farragut. Sus víveres estaban a bordo. Sus pañoles desbordaban de carbón. La tripulación contratada estaba al completo. No había más que encender los fuegos, calentar y zarpar. No se le habría perdonado una media jornada de retraso. El comandante Farragut no deseaba otra cosa que partir.
Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpase del muelle de Brooklyn, recibí una carta redactada en estos términos:
«Sr. Aronnax,
Profesor del Museo de París.
Fifth Avenue Hotel,
Nueva York.
Muy señor nuestro: si desea usted unirse a la expedición del Abraham Lincoln, el gobierno de la Unión vería con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta empresa. El comandante Farragut tiene un camarote a su disposición.
Muy cordialmente le saluda
J. B. Hobson,
Secretario de la Marina.»
CAPITULO III
COMO EL SEÑOR GUSTE

res segundos antes de la recepción de la carta de J. B. Hobson, estaba yo tan lejos de la idea de perseguir al unicornio como de la de buscar el paso del Noroeste. Tres segundos después de haber leído la carta del honorable Secretario de la Marina, había comprendido ya que mi verdadera vocación, el único fin de mi vida, era cazar a ese monstruo inquietante y liberar de él al mundo. Sin embargo, acababa de regresar de un penoso viaje y me sentía cansado y ávido de reposo. Mi única aspiración era la de volver a mi país, a mis amigos y a mi pequeño alojamiento del jardín de Plantas con mis queridas y preciosas colecciones. Pero nada pudo retenerme. Lo olvidé todo, fatigas, amigos, colecciones y acepté sin más reflexión la oferta del gobierno americano.

«Además pensé todos los caminos llevan a Europa y el unicornio será lo bastante amable como para llevarme hacia las costas de Francia. El digno animal se dejará atrapar en los mares de Europa, en aras de mi conveniencia personal, y no quiero dejar de llevar por lo menos medio metro de su alabarda al Museo de Historia Natural.»
Pero, mientras tanto, debía buscar al narval por el norte del Pacífico, lo que para regresar a Francia significaba tomar el camino de los antípodas.
-¡Conseil! -grité, impaciente.
Conseil era mi doméstico, un abnegado muchacho que me acompañaba en todos mis viajes; un buen flamenco por quien sentía yo mucho cariño y al que él correspondía sobradamente; un ser flemático por naturaleza, puntual por principio, cumplidor de su deber por costumbre y poco sensible a las sorpresas de la vida. De gran habilidad manual, era muy apto para todo servicio. Y a pesar de su nombre1, jamás daba un consejo, incluso cuando no se le pedía que lo diera.
El roce continuo con los sabios de nuestro pequeño mundo del jardín de Plantas había llevado a Conseil a adquirir ciertos conocimientos. Tenía yo en él un especialista muy docto en las clasificaciones de la Historia Natural. Era capaz de recorrer con una agilidad de acróbata toda la escala de las ramificaciones, de los grupos, de las clases, de las subclases, de los órdenes, de las familias, de los géneros, de los subgéneros, de las especies y de las variedades. Pero su ciencia se limitaba a eso. Clasificar, tal era el sentido de su vida, y su saber se detenía ahí. Muy versado en la teoría de la clasificación, lo estaba muy poco en la práctica, hasta el punto de que no era capaz de distinguir, así lo creo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, ¡cuán digno y buen muchacho era!
Desde hacía diez años, Conseil me había seguido a todas partes donde me llevara la ciencia. jamás le había oído una queja o un comentario sobre la duración o la fatiga de un viaje, ni una objeción a hacer su maleta para un país cualquiera, ya fuese la China o el Congo, por remoto que fuera. Se ponía en camino para un sitio u otro sin hacer la menor pregunta.
Gozaba de una salud que desafiaba a todas las enfermedades. Tenía unos sólidos músculos y carecía de nervios, de la apariencia de nervios, moralmente hablando, se entiende.
Tenía treinta años, y su edad era a la mía como quince es a veinte. Se me excusará de indicar así que yo tenía cuarenta años.
Conseil tenía tan sólo un defecto. Formalista empedernido, nunca se dirigía a mí sin utilizar la tercera persona, lo que me irritaba bastante.
-¡Conseil! -repetí, mientras comenzaba febrilmente a hacer mis preparativos de partida.
Ciertamente, yo estaba seguro de un muchacho tan abnegado. Generalmente no le preguntaba yo nunca si le convenía o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de una expedición que podía prolongarse indefinidamente, de una empresa arriesgada, en persecución de un animal capaz de echar a pique a una fragata como si se tratara de una cáscara de nuez. Era para pensarlo, incluso para el hombre más impasible del mundo. ¿Qué iba a decir Conseil?
-¡Conseil! -grité por tercera vez.
Conseil apareció.
-¿Me llamaba el señor?
-Sí, muchacho. Prepárame, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
-Como el señor guste -respondió tranquilamente Conseil.
-No hay un momento que perder. Mete en mi baúl todos mis utensilios de viaje, trajes, camisas, calcetines, lo más que puedas, y ¡date prisa!
-¿Y las colecciones del señor? recordó Conseil.
-Nos ocuparemos luego de eso.
-¡Cómo! ¡El arquiotherium, el hyracotherium, el oréodon, el queropótamo y las demás osamentas del señor!
-Las dejaremos en el hotel.
-¿Y el babirusa vivo del señor?
-Lo mantendrán durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos envíen a Francia nuestro zoo. -¿Es que no regresamos a París?
-Sí... naturalmente... -respondí evasivamente-. Pero regresamos dando un rodeo.
-El rodeo que el señor quiera.
-¡Oh!, poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.
-Como convenga al señor -respondió Conseil con la mayor placidez.
-¿Sabes, amigo mío? Verás... se trata del monstruo, del famoso narval... Vamos a librar de él los mares... El autor de una obra en dos volúmenes sobre los Misterios de los grandes fondos submarinos no podía sustraerse a la expedición del comandante Farragut. Misión gloriosa, pero... también peligrosa. No se sabe adónde nos llevará esto... Esos animales pueden ser muy caprichosos... Pero iremos, de todos modos. Con un comandante que no conoce el miedo.
-Yo haré lo que haga el señor -dijo Conseil.
-Piénsalo bien, pues no quiero ocultarte que este viaje es uno de esos de cuyo retorno no se puede estar seguro.
-Como el señor guste.
Un cuarto de hora más tarde, nuestro equipaje estaba preparado. Conseil lo había hecho en un periquete, y yo tenía la seguridad de que nada faltaría, pues clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los pájaros o los mamíferos.
El ascensor del hotel nos depositó en el gran vestíbulo de entresuelo. Descendí los pocos escalones que conducían a piso bajo y pagué mi cuenta en el largo mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la orden de expedir a París mis fardos de animales disecados y de plantas secas y dejé una cuenta suficiente para la manutención del babirusa. Seguido de Conseil, tomé un coche.
El vehículo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendió por Broadway hasta Union Square, siguió luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con Bowery Street, se adentró por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trigesimocuarto. Allí, el Katrin ferry boat nos trasladó, hombres, caballos y coche, a Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del río del Este, y en algunos minutos nos depositó en el muelle en el que el Abraham Lincoln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chimeneas.
Trasladóse inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el comandante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano.
-¿El señor Pierre Aronnax? -me preguntó.
-El mismo -respondí-. ¿Comandante Farragut?
-En persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote.
Me despedí de él, y, dejándole ocupado en dar las órdenes para aparejar, me hice conducir al camarote que me había sido reservado.
El Abraham Lincoln había sido muy acertadamente elegido y equipado para su nuevo cometido. Era una fragata muy rápida, provista de aparatos de caldeamiento que permitían elevar a siete atmósferas la presión del vapor. Con tal presión, el Abraham Lincoln podía alcanzar una velocidad media de dieciocho millas y tres décimas por hora, velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el gigantesco cetáceo.
El acondicionamiento interior de la fragata respondía a sus cualidades náuticas. Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los oficiales.
-Aquí estaremos bien dije a Conseil.
-Tan bien, si me lo permite el señor, como un bernardo en la concha de un buccino.
Dejé a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al puente para seguir los preparativos de partida.
El comandante Farragut estaba ya haciendo largar las últimas amarras que retenían al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. Así, pues, hubiera bastado un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zarpado sin mí y para perderme esta expedición extraordinaria, sobrenatural, inverosímil, cuyo verídico relato habrá de hallar sin duda la incredulidad de algunos.
El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de señalarse la presencia del animal. Llamó a su ingeniero.
-¿Tenemos suficiente presión? -le preguntó.
-Sí, señor -respondió el ingeniero.
-¡Go ahead! -gritó el comandante Farragut.
Al recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pistones horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferry boats y de tenders cargados de espectadores, que lo escoltaban.
Los muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el río del Este estaban también llenos de curiosos. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gargantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la punta de esa alargada península que forma la ciudad de Nueva York.
La fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del río bordeada de hotelitos, pasó entre los fuertes, que saludaron su paso con varias salvas de sus cañones de mayor calibre. El Abraham Líncoln respondió al saludo arriando e izando por tres veces el pabellón norteamericano, cuyas treinta y nueve estrellas resplandecían en su pico de mesana. Luego modificó su marcha para tomar el canal balizado que sigue una curva por la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, y costeó esa lengua arenosa desde la que algunos millares de espectadores lo aclamaron una vez más.
El cortejo de boats y tenders siguió a la fragata hasta la altura del light boat, cuyos dos faros señalan la entrada de los pasos de Nueva York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El práctico del puerto descendió a su canoa y regresó a la pequeña goleta que le esperaba. Se forzaron las máquinas y la hélice batió con más fuerza las aguas. La fragata costeó las orillas bajas y amarillentas de Long Island. A las ocho de la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata surcaba ya a todo vapor las oscuras aguas del Atlántico.

CAPITULO IV
NED LAND

El comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que le había sido confiada. Su navío y él formaban una unidad, de la que él era el alma.
No permitía que la existencia del cetáceo fuera discutida a bordo, por no abrigar la menor duda sobre la misma. Creía en él como algunas buenas mujeres creen en el Leviatán, por fe, no por la razón. Estaba tan seguro de su existencia como de que libraría los mares de él. Lo había jurado. Era una especie de caballero de Rodas, un Diosdado de Gozon en busca de la serpiente que asolaba su isla. O el comandante Farragut mataba al narval o el narval mataba al comandante Farragut. Ninguna solución intermedia.
Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar, discutir, disputar, calcular las posibilidades de un encuentro y verles observar la vasta extensión del océano. Más de uno se imponía una guardia voluntaria, que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura estaba llena de marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor impaciencia. Y eso que el Abraham Lincoln estaba todavía muy lejos de abordar las aguas sospechosas del Pacífico.
La tripulación estaba, en efecto, impaciente por encontrar al unicornio, por arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Por eso vigilaba el mar con una escrupulosa atención. El comandante Farragut había hablado de una cierta suma de dos mil dólares que se embolsaría quien, fuese grumete o marinero, contramaestre u oficial, avistara el primero al animal. No hay que decir cómo se ejercitaban los ojos a bordo del Abraham Lincoln.
Por mi parte, no le cedía a nadie en atención en las observaciones cotidianas. La fragata hubiera podido llamarse muy justificadamente Argos. Conseil era el único entre todos que se manifestaba indiferente a la cuestión que nos apasionaba y su actitud contrastaba con el entusiasmo general que reinaba a bordo.
Ya he dicho cómo el comandante Farragut había equipado cuidadosamente su navío, dotándolo de los medios adecuados para la pesca del gigantesco cetáceo. No hubiera ido mejor armado un ballenero. Llevábamos todos los ingenios conocidos, desde el arpón de mano hasta los proyectiles de los trabucos y las balas explosivas de los arcabuces. En el castillo se había instalado un cañón perfeccionado que se cargaba por la recámara, muy espeso de paredes y muy estrecho de ánima, cuyo modelo debe figurar en la Exposición Universal de 1867. Este magnífico instrumento, de origen americano, enviaba sin dificultad un proyectil cónico de cuatro kilos a una distancia media de dieciséis kilómetros.
El Abraham Lincoln no carecía, pues, de ningún medio de destrucción. Pero tenía algo mejor aún. Tenía a Ned Land, el rey de los arponeros. Ned Land era un canadiense de una habilidad manual poco común, que no tenía igual en su peligroso oficio. Poseía en grado superlativo las cualidades de la destreza y de la sangre fría, de la audacia y de la astucia. Muy maligna tenía que ser una ballena, singularmente astuto debía ser un cachalote, para que pudiera escapar a su golpe de arpón.
Ned Land tenía unos cuarenta años de edad. Era un hombre de elevada estatura -más de seis pies ingleses y de robusta complexión. Tenía un aspecto grave y era poco comunicativo, violento a veces y muy colérico cuando se le contrariaba. Su persona llamaba la atención, y sobre todo el poder de su mirada que daba un singular acento a su fisonomía.
Creo que el comandante Farragut había estado bien inspirado al contratar a este hombre que, por su ojo y su brazo, valía por toda la tripulación. No puedo hallarle mejor comparación que la de un potente telescopio que fuese a la vez un cañón.
Quien dice canadiense dice francés y, por poco comunicativo que fuese Ned Land, debo decir que me cobró cierto afecto, atraído quizá por mi nacionalidad. Era para él una ocasión de hablar, como lo era para mí de oír, esa vieja lengua de Rabelais todavía en uso en algunas provincias canadienses. La familia del arponero era originaria de Quebec, y formaba ya una tribu de audaces pescadores en la época en que esa tierra pertenecía a Francia.
Poco a poco, Ned se aficionó a hablar conmigo. A mí me gustaba mucho oírle el relato de sus aventuras en los mares polares. Narraba sus lances de pesca y sus combates, con una gran poesía natural. Sus relatos tomaban una forma épica que me llevaba a creer estar oyendo a un Homero canadiense cantando la Ilíada de las regiones hiperbóreas.
Describo ahora a este audaz compañero tal como lo conozco actualmente. Somos ahora viejos amigos, unidos por la inalterable amistad que nace y se cimenta en las pruebas difíciles. ¡Ah, mi buen Ned! Sólo pido vivir aún cien años más para poder recordarte más tiempo.
¿Cual era la opinión de Ned Land sobre la cuestión del monstruo marino? Debo confesar que no creía apenas en el unicornio y que era el único a bordo que no compartía la convicción general. Incluso evitaba hablar del tema, sobre el que le abordé un día. Era el 30 de julio, es decir, a las tres semanas de nuestra partida, y la fragata se hallaba a la altura del cabo Blanco, a treinta millas a sotavento de las costas de la Patagonia. Habíamos pasado ya el trópico de Capricornio, y el estrecho de Magallanes se abría a menos de setecientas millas al sur. Antes de ocho días, el Abraham Lincoln se hallaría en aguas del Pacífico.
Hacía una magnífica tarde, y sentados en la toldilla hablábamos Ned Land y yo de unas y otras cosas, mientras mirábamos el mar misterioso cuyas profundidades han permanecido hasta aquí inaccesibles a los ojos del hombre. Llevé naturalmente la conversación al unicornio gigantesco, y me extendí en consideraciones sobre las diversas posibilidades de éxito o de fracaso de nuestra expedición. Luego, al ver que Ned Land me dejaba hablar, le ataqué más directamente.
-¿Cómo es posible, Ned, que no esté usted convencido de la existencia del cetáceo que perseguimos? -¿Tiene usted razones particulares para mostrarse tan incrédulo?
El arponero me miró durante algunos instantes antes de responder, se golpeó la frente con la mano, con un gesto que le era habitual, cerró los ojos como para recogerse y dijo, al fin:
-Quizá, señor Aronnax.
-Sin embargo, Ned, usted que es un ballenero profesional, usted que está familiarizado con los grandes mamíferos marinos, usted cuya imaginación debería aceptar fácilmente la hipótesis de cetáceos enormes, parece el menos indicado... debería ser usted el último en dudar, en semejantes circunstancias.
-Se equivoca, señor profesor. Pase aún que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio o en la existencia de monstruos antediluvianos que habitan el interior del globo, pero ni el astrónomo ni el geólogo admitirán tales quimeras. Lo mismo ocurre con el ballenero. He perseguido a muchos cetáceos, he arponeado un buen número de ellos, he matado a muchos, pero por potentes y bien armados que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran podido abrir las planchas metálicas de un vapor.
-Y, sin embargo, Ned, se ha demostrado que el narval ha conseguido atravesar con su diente barcos de parte a parte.
-Barcos de madera, quizá, es posible, aunque yo no lo he visto nunca. Así que hasta no tener prueba de lo contrario, yo niego que las ballenas, los cachalotes o los unicornios puedan producir tal efecto.
-Escuche, Ned...
-No, señor profesor, no. Todo lo que usted quiera, excepto eso. ¿Quizá un pulpo gigantesco?
-Aún menos, Ned. El pulpo no es más que un molusco, y ya esto indica la escasa consistencia de sus carnes. Aunque tuviese quinientos pies de longitud, el pulpo, que no pertenece a la rama de los vertebrados, es completamente inofensivo para barcos tales como el Scotia o el Abraham Lincoln. Hay que relegar al mundo de la fábula las proezas de los krakens u otros monstruos de esa especie. Entonces, señor naturalista preguntó Ned Land con un tono irónico-, ¿persiste usted en admitir la existencia de un enorme cetáceo?
-Sí, Ned, se lo repito con una convicción que se apoya en la lógica de los hechos. Creo en la existencia de un mamífero, poderosamente organizado, perteneciente a la rama de los vertebrados, como las ballenas, los cachalotes o los delfines, y provisto de una defensa córnea con una extraordinaria fuerza de penetración.
-¡Hum! -dijo el arponero, moviendo la cabeza con el ademán de un hombre que no quiere dejarse convencer.
-Y observe, mi buen canadiense, que si tal animal existe, si habita las profundidades del océano, si frecuenta las capas líquidas situadas a algunas millas por debajo de la superficie de las aguas, tiene que poseer necesariamente un organismo cuya solidez desafíe a toda comparación.
-Y ¿por qué un organismo tan poderoso? -preguntó Ned.
-Porque hace falta una fuerza incalculable para mantenerse en las capas profundas y resistir a su presión.
-¿De veras? -dijo Ned, que me miraba con los ojos entrecerrados.
-Ciertamente, y algunas cifras se lo probarán fácilmente.
-¡Oh, las cifras! -replicó Ned-. Se hace lo que se quiere con las cifras.
-En los negocios, sí, Ned, pero no en matemáticas. Escuche. Admitamos que la presión de una atmósfera esté representada por la presión de una columna de agua de treinta y dos pies de altura. En realidad, la altura de la columna sería menor, puesto que se trata de agua de mar cuya densidad es superior a la del agua dulce. Pues bien, cuando usted se sumerge, Ned, tantas veces cuantas descienda treinta y dos pies soportará su cuerpo una presión igual a la de la atmósfera, es decir, de kilogramos por cada centímetro cuadrado de su superficie. De ello se sigue que a trescientos veinte pies esa presión será de diez atmósferas, de cien atmósferas a tres mil doscientos pies, y de mil atmósferas, a treinta y dos mil pies, es decir a unas dos leguas y media. Lo que equivale a decir que si pudiera usted alcanzar esa profundidad en el océano, cada centímetro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufriría una presión de mil kilogramos. ¿Y sabe usted, mi buen Ned, cuántos centímetros cuadrados tiene usted en superficie?
-Lo ignoro por completo, señor Aronnax.
-Unos diecisiete mil, aproximadamente.
¿Tantos? ¿De veras?
-Y, como, en realidad, la presión atmosférica es un poco superior al peso de un kilogramo por centímetro cuadrado, sus diecisiete mil centímetros cuadrados están soportando ahora una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos.
-¿Sin que yo me dé cuenta?
-Sin que se dé cuenta. Si tal presión no le aplasta a usted es porque el aire penetra en el interior de su cuerpo con una presión igual. De ahí un equilibrio perfecto entre las presiones interior y exterior, que se neutralizan, lo que le permite soportarla sin esfuerzo. Pero en el agua es otra cosa.
-Sí, lo comprendo -respondió Ned, que se mostraba más atento-. Porque el agua me rodea y no me penetra.
-Exactamente, Ned. Así, pues, a treinta y dos pies por debajo de la superficie del mar sufriría usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a trescientos veinte pies, diez veces esa presión, o sea, ciento setenta y cinco mil seiscientos ochenta kilogramos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presión, es decir, un millón setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presión, o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En una palabra, que se quedaría usted planchado como si le sacaran de una apisonadora.
-¡Diantre! -exclamó Ned.
-Pues bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios centenares de metros de longitud y de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes profundidades, con una superficie de millones de centímetros cuadrados, calcule la presión que resisten en miles de millones de kilogramos. Calcule usted cuál debe ser la resistencia de su armazón ósea y la potencia de su organismo para resistir a tales presiones.
-Deben estar fabricados -respondió Ned Land- con planchas de hierro de ocho pulgadas, como las fragatas acorazadas.
-Como usted dice, Ned. Piense ahora en los desastres que puede producir una masa semejante lanzada con la velocidad de un expreso contra el casco de un buque.
-Sí... en efecto... tal vez -respondió el canadiense, turbado por esas cifras, pero sin querer rendirse.
-Pues bien, ¿le he convencido?
-Me ha convencido de una cosa, señor naturalista, y es de que si tales animales existen en el fondo de los mares deben necesariamente ser tan fuertes como dice usted.
-Pero si no existen, testarudo arponero, ¿cómo se explica usted el accidente que le ocurrió al Scotia?
-Pues... porque... -dijo Ned, titubeando.
-¡Continúe!
-Pues, ¡porque... eso no es verdad! -respondió el canadiense, repitiendo, sin saberlo, una célebre respuesta de Arago.
Pero esta respuesta probaba la obstinación del arponero y sólo eso. Aquel día no le acosé más. El accidente del Scotia no era negable. El agujero existía, y había habido que colmarlo. No creo yo que la existencia de un agujero pueda hallar demostración más categórica. Ahora bien, ese agujero no se había hecho solo, y puesto que no había sido producido por rocas submarinas o artefactos submarinos, necesariamente tenía que haberlo hecho el instrumento perforante de un animal.
Y en mi opinión, y por todas las razones precedentemente expuestas, ese animal pertenecía a la rama de los vertebrados, a la clase de los mamíferos, al grupo de los pisciformes, y, finalmente, al orden de los cetáceos. En cuanto a la familia en que se inscribiera, ballena, cachalote o delfín, en cuanto al género del que formara parte, en cuanto a la especie a que hubiera que adscribirle, era una cuestión a elucidar posteriormente. Para resolverla había que disecar a ese monstruo desconocido; para disecarlo, necesario era apoderarse de él; para apoderarse de él, había que arponearlo (lo que competía a Ned Land); para arponearlo, había que verlo (lo que correspondía a la tripulación), y para verlo había que encontrarlo (lo que incumbía al azar).
 CAPITULO V 
¡A LA AVENTURA!

Ningún incidente marcó durante algún tiempo el viaje del Abraham Lincoln, aunque se presentó una circunstancia que patentizó la maravillosa habilidad de Ned Land y mostró la confianza que podía depositarse en él.
A lo largo de las Malvinas, el 30 de junio, la fragata entró en comunicación con unos balleneros norteamericanos, que nos informaron no haber visto al narval. Pero uno de ellos, el capitán del Monroe, conocedor de que Ned Land se hallaba a bordo del Abraham Lincoln, requirió su ayuda para cazar una ballena que tenían a la vista. Deseoso el comandante Farragut de ver en acción a Ned Land, le autorizó a subir a bordo del Monroe. Y el azar fue tan propicio a nuestro canadiense que en vez de una ballena arponeó a dos con un doble golpe, asestándoselo a una directamente en el corazón. Se apoderó de la otra después de una persecución de algunos minutos. Decididamente, si el monstruo llegaba a habérselas con el arpón de Ned Land, no apostaría yo un céntimo por el monstruo.
La fragata corrió a lo largo de la costa sudeste de América con una prodigiosa rapidez. El 3 de julio nos hallábamos a la entrada del estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las Vírgenes. Pero el comandante Farragut no quiso adentrarse en ese paso sinuoso y maniobró para doblar el cabo de Hornos, decisión que mereció la unánime aprobación de lo tripulación, ante la improbabilidad de encontrar al narval en ese angosto estrecho. Fueron muchos los marineros que opinaban que el monstruo no podía pasar por él, que «era demasiado grande para eso».
El 6 de julio, hacia las tres de la tarde, el Abraham Lincoln doblaba a quince millas al sur ese islote solitario, esa roca perdida en la extremidad del continente americano, al que los marinos holandeses impusieron el nombre de su ciudad natal, el cabo de Hornos. Se enderezó el rumbo al Noroeste y, al día siguiente, la hélice de la fragata batía, al fin, las aguas del Pacífico.
-¡Abre el ojo! ¡Abre el ojo! -repetían los marineros del Abraham Lincoln.
Y los abrían desmesuradamente. Los ojos y los catalejos, un poco deslumbrados, cierto es, por la perspectiva de los dos mil dólares, no tuvieron un instante de reposo. Día y noche se observaba la superficie del océano. Los nictálopes, cuya facultad de ver en la oscuridad aumentaba sus posibilidades en un cincuenta por ciento, jugaban con ventaja en la conquista del premio.
No era yo el menos atento a bordo, sin que me incitara a ello el atractivo del dinero. Concedía tan sólo algunos minutos a las comidas y algunas horas al sueño para, indiferente al sol o a la lluvia, pasar todo mi tiempo sobre el puente. Unas veces inclinado sobre la batayola del castillo y otras apoyado en el coronamiento de popa, yo devoraba con ávida mirada la espumosa estela que blanqueaba el mar hasta el límite de la mirada. ¡Cuántas veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando una caprichosa ballena elevaba su oscuro lomo sobre las olas! Cuando eso sucedía, se poblaba el puente de la fragata en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales, que, sobrecogidos de emoción, observaban los movimientos del cetáceo. Yo miraba, miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, lo que le hacía decirme a Conseil, siempre flemático, en tono sereno:
-Si el señor forzara menos los ojos, vería mejor.
¡Vanas emociones aquellas! El Abraham Lincoln modificaba su rumbo en persecución del animal señalado, que resultaba ser una simple ballena o un vulgar cachalote que pronto desaparecían entre un concierto de imprecaciones.
El tiempo continuaba siendo favorable y el viaje iba transcurriendo en las mejores condiciones. Nos hallábamos entonces en la mala estación austral, por corresponder el mes de julio de aquella zona al mes de enero en Europa, pero la mar se mantenía tranquila y se dejaba observar fácilmente en un vasto perímetro.
Ned Land continuaba manifestando la más tenaz incredulidad, hasta el punto de mostrar ostensiblemente su desinterés por el examen de la superficie del mar cuando no estaba de servicio o cuando ninguna ballena se hallaba a la vista. Y, sin embargo, su maravillosa potencia visual nos hubiera sido muy útil. Pero de cada doce horas, ocho por lo menos las pasaba el testarudo canadiense leyendo o durmiendo en su camarote. Más de cien veces le reconvine por su indiferencia.
-¡Bah! -respondía-, no hay nada, señor Aronnax, y aunque existiese ese animal, ¿qué posibilidades tenemos de verlo, corriendo, como lo estamos haciendo, a la aventura? Se ha dicho que se vio a esa bestia en los altos mares del Pacífico, lo que estoy dispuesto a admitir, pero han pasado ya más de dos meses desde ese hallazgo, y a juzgar por el temperamento de su narval no parece gustarle enmohecerse en los mismos parajes. Parece estar dotado de una prodigiosa facilidad de desplazamiento. Y usted sabe mejor que yo, señor profesor, que la naturaleza no hace nada sin sentido; por eso, no habría dado a un animal lento por constitución la facultad de moverse rápidamente si no tuviera la necesidad de utilizar esa facultad. Luego, si la bestia existe, debe estar ya lejos.
No sabía yo qué responder a tal argumentación. Era evidente que íbamos a ciegas. Pero ¿cómo podríamos proceder de otro modo? Cierto que nuestras probabilidades eran muy limitadas. Pese a todo, nadie a bordo dudaba todavía del éxito, y no había un marinero dispuesto a apostar contra la próxima aparición del narval.
El 20 de julio atravesamos el trópico de Capricornio a 105º de longitud, y el 27 del mismo mes, el ecuador, por el meridiano 110. La fragata tomó entonces una más decidida dirección hacia el Oeste, hacia los mares centrales del Pacífico. El comandante Farragut pensaba, con fundamento, que era mejor frecuentar las aguas profundas y alejarse de los continentes y de las islas, cuyas proximidades parecía haber evitado siempre el animal, «sin duda porque no había demasiada agua para él», decía el contramaestre. La fragata pasó, pues, a lo largo de las islas Pomotú, Marquesas y Sandwich, cortó el trópico de Cáncer a 132º de longitud y se dirigió hacia los mares de China.
Por fin nos hallábamos en el escenario de la última aparición del monstruo. A partir de entonces puede decirse que ya no se vivía a bordo. Los corazones latían furiosamente, incubando futuros aneurismas incurables. La tripulación entera sufría una sobreexcitación nerviosa de la que yo no podría dar una pálida idea. No se comía ni se dormía. Veinte veces al día, un error de apreciación, una ilusión óptica de algún marinero encaramado a una cofa, causaban un súbito alboroto, y estas emociones, veinte veces repetidas, nos mantenían en un estado de eretismo demasiado violento para no provocar una próxima recesión. Y, en efecto, la reacción no tardó en producirse. Durante tres meses, tres meses de los que cada día duraba un siglo, el Abraham Lincoln surcó todos los mares septentrionales del Pacífico, corriendo tras de las ballenas señaladas, procediendo a bruscos cambios de rumbo, virando súbitamente de uno a otro bordo, parando repentinamente sus máquinas, forzando o reduciendo el vapor alternativamente, con riesgo de desnivelar su maquinaria, y sin dejar un punto inexplorado desde las costas del Japón a las de América. ¡Y nada! ¡Nada más que la inmensidad de las olas desiertas! Nada que se asemejara a un narval gigantesco, ni a un islote submarino, ni a un resto de naufragio, ni a un escollo fugaz ni a nada sobrenatural.
La previsible reacción a tanto entusiasmo baldío se produjo inevitablemente. El desánimo se apoderó de todos y abrió una brecha a la incredulidad. Un nuevo sentimiento nos embargó a todos, un sentimiento que se componía de tres décimas de vergüenza y siete décimas de furor. Había que ser estúpidos para dejarse seducir por una quimera, y esta reflexión aumentaba nuestro furor. Las montañas de argumentos acumulados desde hacía un año se derrumbaban lamentablemente. Cada uno pensaba ya únicamente en desquitarse, en las horas del sueño y de las comidas, del tiempo que había sacrificado tan estúpidamente.
Con la versatdidad inherente al espíritu humano, se pasó de un exceso al extremadamente opuesto. Los más fervientes partidarios de la empresa se convirtieron fatalmente en sus más ardientes detractores. La reacción subió desde los fondos del navío, desde los puestos de los pañoleros hasta los de la oficialidad, y, ciertamente, sin la muy particular obstinación del capitán Farragut, la fragata hubiese puesto definitivamente proa al Sur.
Sin embargo, no podía prolongarse mucho más tiempo esa búsqueda inútil. El Abraham Lincoln no tenía nada que reprocharse, pues había hecho todo lo posible por lograrlo. Nunca una tripulación de un buque de la marina norteamericana había dado más muestras de celo y de paciencia, y en ningún caso podía imputársele la responsabilidad de fracaso. Ya no quedaba más que regresar, y así se le comunicó al comandante, quien se mantuvo firme en su intención de persistir en su empeño. Los marineros no ocultaron entonces su descontento, de lo que se resintió el servicio, sin que ello quiera decir que se produjese una rebelión a bordo. Después de un razonable período de obstinación, el comandante Farragut, al igual que Colón en otro tiempo, pidió tres días de paciencia. Si en ese plazo no apareciera el monstruo, el timonel daría tres vueltas de rueda y el Abraham Lincoln pondría rumbo a los mares de Europa.
Tal promesa fue hecha el 2 de noviembre, y tuvo por resultado inmediato reanimar a la abatida tripulación. De nuevo volvió a escrutarse el horizonte con la mayor atención, empeñados todos y cada uno en consagrarle esa última mirada en la que se resume el recuerdo. Se apuntaron los catalejos al horizonte con una ansiedad febril. Era el supremo desafío al gigantesco narval, y éste no podía razonablemente dejar de responder a esta convocatoria de «comparecencia».
Transcurrieron los dos primeros días. El Abraham Lincoln navegaba a presión reducida. Se emplearon todos los medios posibles para llamar la atención o para estimular la apatía del animal, en el supuesto de que se hallase en aquellos parajes. Se echaron al mar, a la rastra, enormes trozos de tocino, para la mayor satisfacción de los tiburones, debo decirlo. Se echaron al agua varios botes para explorar en todas direcciones, en un amplio radio de acción, el mar en torno al Abraham Lincoln, dejado al pairo. Pero la noche del 4 de noviembre llegó sin que se hubiera desvelado el misterio submarino.
Al día siguiente, 5 de noviembre, expiraba a mediodía el plazo de rigor. Tras fijar la posición, el comandante Farragut, fiel a su promesa, debía poner rumbo al Sudeste y abandonar definitivamente las regiones septentrionales del Pacífico.
La fragata se hallaba entonces a 31º 15' de latitud Norte y 136º 42' de longitud Este. Las tierras del Japón distaban menos de doscientas millas a sotavento. Se acercaba ya la noche, acababan de dar las ocho. Grandes nubarrones velaban el disco lunar, entonces en su primer cuarto. La mar ondulaba apaciblemente bajo la roda de la fragata. Yo me hallaba a proa, apoyado en la batayola de estribor. A mi lado, Consed miraba el horizonte. La tripulación, encaramada a los obenques, escrutaba el horizonte que iba reduciéndose y oscureciéndose poco a poco. Los oficiales escudriñaban la creciente oscuridad con sus catalejos de noche. De vez en cuando el oscuro océano resplandecía fugazmente bajo un rayo de luna entre dos nubes. Luego, el rayo de luz se desvanecía de nuevo en las tinieblas.
Observando a Conseil, creí ver que el buen muchacho se había dejado contagiar un poco del estado de ánimo general. Quizá y por vez primera sus nervios vibraban bajo el sentimiento de la curiosidad. -Vamos, Conseil -le dije-, ésta es la última ocasión de embolsarse dos mil dólares.
-Permítame el señor decirle que en ningún momento he contado con esa prima, y que aunque se hubieran ofrecido cien mil dólares no por eso se hubiera visto más pobre el gobierno de la Unión.
-Tienes razón, Conseil. Después de todo, es una estúpida aventura, y nos hemos lanzado a ella con una excesiva ligereza. ¡Cuánto tiempo perdido y cuántas emociones inútiles! ¡Pensar que hace ya seis meses que podíamos estar en Francia!
-En la casa del señor, en el museo del señor. Y yo tendría ya clasificados los fósiles del señor. El babirusa del señor estaría ya instalado en su jaula del jardín de Plantas, y sería la atracción de todos los curiosos de la capital.
-Así es, Conseil. Y lo que es más, así me lo temo, la gente va a burlarse de nosotros.
-En efecto -respondió muy tranquilamente Conseil-. Creo que van a burlarse del señor. Y ¿puedo permitirme decir que ... ?
-Puedes permitírtelo, Conseil.
-Pues bien, que el señor se lo tiene merecido.
-¿De veras?
-Cuando se tiene el honor de ser un sabio como el señor, no se puede exponer uno a...
Conseil no pudo acabar su frase. En medio del silencio, se oyó una voz. La de Ned Land. Y la voz de Ned Land gritaba:
-¡Ohé! ¡La cosa en cuestión, a sotavento, al través!

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