Capítulo III: Como el Señor guste.
Tres
segundos antes de la recepción de la carta de J. B. Hobson, estaba yo tan lejos
de la idea de perseguir al unicornio como de la de buscar el paso del
Noroeste. Tres segundos después de haber leído la carta del honorable Secretario
de la Marina, había comprendido ya que mi verdadera vocación, el único fin de
mi vida, era cazar a ese monstruo inquietante y liberar de él al mundo.
Sin
embargo, acababa de regresar de un penoso viaje y me sentía cansado y ávido de
reposo. Mi única aspiración era la de volver a mi país, a mis amigos y a mi
pequeño alojamiento del jardín de Plantas con mis queridas y preciosas colecciones.
Pero nada pudo retenerme. Lo olvidé todo, fatigas, amigos, colecciones y acepté
sin más reflexión la oferta del gobierno americano.
«Además
‑pensé‑ todos los caminos llevan a Europa y el unicornio será lo bastante
amable como para llevarme hacia las costas de Francia. El digno animal se
dejará atrapar en los mares de Europa, en aras de mi conveniencia personal, y no
quiero dejar de llevar por lo menos medio metro de su alabarda al Museo de
Historia Natural.»
Pero,
mientras tanto, debía buscar al narval por el norte del Pacífico, lo que para
regresar a Francia significaba tomar el camino de los antípodas.
‑¡Conseil!
‑grité, impaciente.
Conseil
era mi doméstico, un abnegado muchacho que me acompañaba en todos mis viajes;
un buen flamenco por quien sentía yo mucho cariño y al que él correspondía sobradamente;
un ser flemático por naturaleza, puntual por principio, cumplidor de su deber
por costumbre y poco sensible a las sorpresas de la vida. De gran habilidad
manual, era muy apto para todo servicio. Y a pesar de su nombre1[L3] ,
jamás daba un consejo, incluso cuando no se le pedía que lo diera.
El
roce continuo con los sabios de nuestro pequeño mundo del jardín de Plantas
había llevado a Conseil a adquirir ciertos conocimientos. Tenía yo en él un
especialista muy docto en las clasificaciones de la Historia Natural. Era capaz
de recorrer con una agilidad de acróbata toda la escala de las ramificaciones,
de los grupos, de las clases, de las subclases, de los órdenes, de las
familias, de los géneros, de los subgéneros, de las especies y de las
variedades. Pero su ciencia se limitaba a eso. Clasificar, tal era el sentido
de su vida, y su saber se detenía ahí. Muy versado en la teoría de la clasificación,
lo estaba muy poco en la práctica, hasta el punto de que no era capaz de
distinguir, así lo creo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, ¡cuán
digno y buen muchacho era!
Desde
hacía diez años, Conseil me había seguido a todas partes donde me llevara la
ciencia. jamás le había oído una queja o un comentario sobre la duración o la
fatiga de un viaje, ni una objeción a hacer su maleta para un país cualquiera,
ya fuese la China o el Congo, por remoto que fuera. Se ponía en camino para un
sitio u otro sin hacer la menor pregunta.
Gozaba
de una salud que desafiaba a todas las enfermedades. Tenía unos sólidos
músculos y carecía de nervios, de la apariencia de nervios, moralmente
hablando, se entiende.
Tenía
treinta años, y su edad era a la mía como quince es a veinte. Se me excusará de
indicar así que yo tenía cuarenta años.
Conseil
tenía tan sólo un defecto. Formalista empedernido, nunca se dirigía a mí sin
utilizar la tercera persona, lo que me irritaba bastante.
‑¡Conseil!
‑repetí, mientras comenzaba febrilmente a hacer mis preparativos de partida.
Ciertamente,
yo estaba seguro de un muchacho tan abnegado. Generalmente no le preguntaba yo
nunca si le convenía o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de
una expedición que podía prolongarse indefinidamente, de una empresa
arriesgada, en persecución de un animal capaz de echar a pique a una fragata
como si se tratara de una cáscara de nuez. Era para pensarlo, incluso para el
hombre más impasible del mundo. ¿Qué iba a decir Conseil?
‑¡Conseil!
‑grité por tercera vez.
Conseil
apareció.
‑¿Me
llamaba el señor?
‑Sí,
muchacho. Prepárame, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
‑Como
el señor guste -respondió tranquilamente Conseil.
‑No
hay un momento que perder. Mete en mi baúl todos mis utensilios de viaje,
trajes, camisas, calcetines, lo más que puedas, y ¡date prisa!
‑¿Y
las colecciones del señor?‑recordó Conseil.
‑Nos
ocuparemos luego de eso.
‑¡Cómo!
¡El arquiotherium, el hyracotherium, el oréodon, el queropótamo.y las demás osamentas del
señor!
‑Las
dejaremos en el hotel.
‑¿Y
el babirusa vivo del señor?
‑Lo
mantendrán durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos envíen a Francia
nuestro zoo.
‑¿Es
que no regresamos a París?
‑Sí
.... naturalmente... ‑respondí evasivamente‑. Pero regresamos dando un rodeo.
‑El
rodeo que el señor quiera.
‑¡Oh!,
poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.
‑Como
convenga al señor ‑respondió Conseil con la mayor placidez.
‑¿Sabes,
amigo mío? Verás .... se trata del monstruo, del famoso narval... Vamos a
librar de él los mares... El autor de una obra en dos volúmenes sobre los Misterios de los grandes
fondos submarinos no podía sustraerse a
la expedicióin del comandante Farragut. Misión gloriosa, pero... tambiéri
peligrosa. No se sabe adónde nos llevará esto... Esos animales pueden ser muy
caprichosos ... Pero iremos, de todos modos. Con un comandante que no conoce
el miedo.
‑Yo
haré lo que haga el señor ‑dijo Conseil.
‑Piénsalo
bien, pues no quiero ocultarte que este viaje e, uno de esos de cuyo retorno no
se puede estar seguro.
‑Como
el señor guste.
Un
cuarto de hora más tarde, nuestro equipaje estaba preparado. Conseil lo había
hecho en un periquete, y yo tenía la seguridad de que nada faltaría, pues
clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los pájaros o los mamíferos.
El
ascensor del hotel nos depositó en el gran vestíbulo de entresuelo. Descendí
los pocos escalones que conducían a piso bajo y pagué mi cuenta en el largo
mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la
orden de expedir a París mis fardos de animales disecados y de plantas secas y
dejé una cuenta suficiente para la manutención del babirusa. Seguido de
Conseil, tomé un coche.
El
vehículo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendió por Broadway
hasta Union Square, siguió luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con
Bowery Street, se adentró por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trigesimocuarto.
Allí, el Katrin ferry‑boat nos trasladó, hombres, caballos y coche, a
Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del río
del Este, y en algunos minutos nos depositó en el muelle en el que el Abraham Lincoln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chimeneas.
Trasladóse
inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y
pregunté por el comandante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me
puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano.
‑¿El
señor Pierre Aronnax? ‑me preguntó.
‑El
mismo ‑respondí‑. ¿Comandante Farragut?
‑En
persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote.
Me
despedí de él, y, dejándole ocupado en dar las órdenes para aparejar, me hice
conducir al camarote que me había sido reservado.
El Abraham Lincoln había sido muy acertadamente elegido y equipado
para su nuevo cometido. Era una fragata muy rápida, provista de aparatos de
caldeamiento que permitían elevar a siete atmósferas la presión del vapor. Con
tal presión, elAbraham Lincoln podía
alcanzar una velocidad media de dieciocho millas y tres décimas por hora,
velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el
gigantesco cetáceo.
El
acondicionamiento interior de la fragata respondía a sus cualidades náuticas.
Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los
oficiales.
‑Aquí
estaremos bien‑dije a Conseil.
‑Tan
bien, si me lo permite el señor, como un bernardo en la concha de un buccino.
Dejé
a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al
puente para seguir los preparativos de partida.
El
comandante Farragut estaba ya haciendo largar las últimas amarras que retenían
al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. Así, pues, hubiera bastado
un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zarpado
sin mí y para perderme esta expedición extraordinaria, sobrenatural,
inverosímil, cuyo verídico relato habrá de hallar sin duda la incredulidad de
algunos.
El
comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia
los mares en que acababa de señalarse la presencia del animal. Llamó a su
ingeniero.
‑¿Tenemos
suficiente presión? ‑le preguntó.
‑Sí,
señor ‑respondió el ingeniero.
‑¡Go ahead! ‑gritó el
comandante Farragut.
Al
recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de
aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al
precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pistones
horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron
las aguas con una creciente rapidez y elAbraham Lincoln
avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferry‑boats y de tenders cargados de espectadores, que lo escoltaban.
Los
muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el río del Este
estaban también llenos de curiosos. Tres hurras sucesivos brotaron de
quinientas mil gargantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la
compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la
punta de esa alargada península que forma la ciudad de Nueva York.
La
fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del
río bordeada de hotelitos, pasó entre los fuertes, que saludaron su paso con
varias salvas de sus cañones de mayor calibre. El Abraham Líncoln respondió al saludo arriando e izando por tres
veces el pabellón norteamericano, cuyas treinta y nueve estrellas
resplandecían en su pico de mesana. Luego modificó su marcha para tomar el
canal balizado que sigue una curva por la bahía interior formada por la punta
de Sandy Hook, y costeó esa lengua arenosa desde la que algunos millares de
espectadores lo aclamaron una vez más.
El
cortejo de boats y tenders siguió a la fragata hasta la altura del light‑boat, cuyos dos faros señalan la entrada de los pasos de Nueva
York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El práctico
del puerto descendió a su canoa y regresó a la pequeña goleta que le esperaba.
Se forzaron las máquinas y la hélice batió con más fuerza las aguas. La
fragata costeó las orillas bajas y amarillentas de Long Island. A las ocho de
la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata
surcaba ya a todo vapor las oscuras aguas del Atlántico.
Capítulo IV: Ned Land.
El
comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que le había sido
confiada. Su navío y él formaban una unidad, de la que él era el alma.
No
permitía que la existencia del cetáceo fuera discutida a bordo, por no abrigar
la menor duda sobre la misma. Creía en él como algunas buenas mujeres creen en
el Leviatán, por fe, no por la razón. Estaba tan seguro de su existencia como
de que libraría los mares de él. Lo había jurado. Era una especie de caballero
de Rodas, un Diosdado de Gozon en busca de la
serpiente que asolaba su isla. O el comandante Farragut mataba al narval o el
narval mataba al comandante Farragut. Ninguna solución intermedia.
Los
oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar,
discutir, disputar, calcular las posibilidades de un encuentro y verles
observar la vasta extensión del océano. Más de uno se imponía una guardia voluntaria,
que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y
mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura estaba llena de
marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor
impaciencia. Y eso que el Abraham
Lincoln estaba todavía muy lejos de abordar las
aguas sospechosas del Pacífico.
La
tripulación estaba, en efecto, impaciente por encontrar al unicornio, por
arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Por eso vigilaba el mar con una
escrupulosa atención. El comandante Farragut había hablado de una cierta suma
de dos mil dólares que se embolsaría quien, fuese grumete o marinero,
contramaestre u oficial, avistara el primero al animal. No hay que decir cómo
se ejercitaban los ojos a bordo del Abraham Lincoln.
Por
mi parte, no le cedía a nadie en atención en las observaciones cotidianas. La
fragata hubiera podido llamarse muy justificadamente Argos. Conseil era el único entre todos que se manifestaba
indiferente a la cuestión que nos apasionaba y su actitud contrastaba con el
entusiasmo general que reinaba a bordo.
Ya
he dicho cómo el comandante Farragut había equipado cuidadosamente su navío,
dotándolo de los medios adecuados para la pesca del gigantesco cetáceo. No
hubiera ido mejor armado un ballenero. Llevábamos todos los ingenios conocidos,
desde el arpón de mano hasta los proyectiles de los trabucos y las balas
explosivas de los arcabuces. En el castillo se había instalado un cañón
perfeccionado que se cargaba por la recámara, muy espeso de paredes y muy
estrecho de ánima, cuyo modelo debe figurar en la Exposición Universal de
1867. Este magnífico instrumento, de origen americano, enviaba sin dificultad
un proyectil cónico de cuatro kilos a una distancia media de dieciséis
kilómetros.
El Abraham Lincoln no carecía, pues, de ningún medio de destrucción.
Pero tenía algo mejor aún. Tenía a Ned Land, el rey de los arponeros. Ned Land
era un canadiense de una habilidad manual poco común, que no tenía igual en su
peligroso oficio. Poseía en grado superlativo las cualidades de la destreza y
de la sangre fría, de la audacia y de la astucia. Muy maligna tenía que ser una
ballena, singularmente astuto debía ser un cachalote, para que pudiera escapar
a su golpe de arpón.
Ned
Land tenía unos cuarenta años de edad. Era un hombre de elevada estatura -más
de seis pies ingleses ‑ y de robusta complexión. Tenía un aspecto grave y
era poco comunicativo, violento a veces y muy colérico cuando se le
contrariaba. Su persona llamaba la atención, y sobre todo el poder de su mirada
que daba un singular acento a su fisonomía.
Creo
que el comandante Farragut había estado bien inspirado al contratar a este
hombre que, por su ojo y su brazo, valía por toda la tripulación. No puedo
hallarle mejor comparación que la de un potente telescopio que fuese a la vez
un cañón.
Quien
dice canadiense dice francés y, por poco comunicativo que fuese Ned Land, debo
decir que me cobró cierto afecto, atraído quizá por mi nacionalidad. Era para
él una ocasión de hablar, como lo era para mí de oír, esa vieja lengua de
Rabelais todavía en uso en algunas provincias canadienses. La familia del
arponero era originaria de Quebec, y formaba ya una tribu de audaces pescadores
en la época en que esa tierra pertenecía a Francia.
Poco
a poco, Ned se aficionó a hablar conmigo. A mí me gustaba mucho oírle el relato
de sus aventuras en los mares polares. Narraba sus lances de pesca y sus
combates, con una gran poesía natural. Sus relatos tomaban una forma épica que
me llevaba a creer estar oyendo a un Homero canadiense cantando la Ilíada de
las regiones hiperbóreas.
Describo
ahora a este audaz compañero tal como lo conozco actualmente. Somos ahora
viejos amigos, unidos por la inalterable amistad que nace y se cimenta en las
pruebas difíciles. ¡Ah, mi buen Ned! Sólo pido vivir aún cien años más para
poder recordarte más tiempo.
¿Cual
era la opinión de Ned Land sobre la cuestión del monstruo marino? Debo confesar
que no creía apenas en el unicornio y que era el único a bordo que no compartía
la convicción general. Induso evitaba hablar del tema, sobre el que le abordé
un día. Era el 30 de julio, es decir, a las tres semanas de nuestra partida, y
la fragata se hallaba a la altura del cabo Blanco, a treinta millas a sotavento
de las costas de la Patagonia. Habíamos pasado ya el trópico de Capricornio, y
el estrecho de Magallanes se abría a menos de setecientas millas al sur. Antes
de ocho días, el Abraham
Lincoln se hallaría en aguas del Pacífico.
Hacía
una magnífica tarde, y sentados en la toldilla hablábamos Ned Land y yo de
unas y otras cosas, mientras mirábamos el mar misterioso cuyas profundidades
han permanecido hasta aquí inaccesibles a los ojos del hombre. Llevé
naturalmente la conversación al unicornio gigantesco, y me extendí en consideraciones
sobre las diversas posibilidades de éxito o de fracaso de nuestra expedición.
Luego, al ver que Ned Land me dejaba hablar, le ataqué más directamente.
‑¿Cómo
es posible, Ned, que no esté usted convencido de la existencia del cetáceo que
perseguimos? ¿Tiene usted razones particulares para mostrarse tan incrédulo?
El
arponero me miró durante algunos instantes antes de responder, se golpeó la
frente con la mano, con un gesto que le era habitual, cerró los ojos como para
recogerse y dijo, al fin:
‑Quizá,
señor Aronnax.
‑Sin
embargo, Ned, usted que es un ballenero profesional, usted que está
familiarizado con los grandes mamíferos marinos, usted cuya imaginación debería
aceptar fácilmente la hipótesis de cetáceos enormes, parece el menos indicado...
debería ser usted el último en dudar, en semejantes circunstancias.
‑Se
equivoca, señor profesor. Pase aún que el vulgo crea en cometas extraordinarios
que atraviesan el espacio o en la existencia de monstruos antediluvianos que
habitan el interior del globo, pero ni el astrónomo ni el geólogo admitirán
tales quimeras. Lo mismo ocurre con el ballenero. He perseguido a muchos
cetáceos, he arponeado un buen número de ellos, he matado a muchos, pero por
potentes y bien armados que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran
podido abrir las planchas metálicas de un vapor.
‑Y,
sin embargo, Ned, se ha demostrado que el narval ha conseguido atravesar con su
diente barcos de parte a parte.
‑Barcos
de madera, quizá, es posible, aunque yo no lo he visto nunca. Así que hasta no
tener prueba de lo contrario, yo niego que las ballenas, los cachalotes o los
unicornios puedan producir tal efecto.
‑Escuche,
Ned...
‑No,
señor profesor, no. Todo lo que usted quiera, excepto eso. ¿Quizá un pulpo
gigantesco?
‑Aún
menos, Ned. El pulpo no es más que un molusco, y ya esto indica la escasa
consistencia de sus carnes. Aunque tuviese quinientos pies de longitud, el
pulpo, que no pertenece a la rama de los vertebrados, es completamente inofensivo
para barcos tales como el Scotia o el Abraham
Lincoln. Hay que relegar al mundo de la fábula
las proezas de los krakens
u otros monstruos de esa especie.
‑Entonces,
señor naturalista ‑preguntó Ned Land con un tonoirónico-,
¿persiste usted en admitir la existencia de un enorme cetáceo?
‑Sí,
Ned, se lo repito con una conviccion que se apoya en la lógica de los hechos.
Creo en la existencia de un mamífero, poderosamente organizado, perteneciente a
la rama de los vertebrados, como las ballenas, los cachalotes o los delfines, y
provisto de una defensa córnea con una extraordinaria fuerza de penetración.
‑¡Hum!
‑dijo el arponero, moviendo la cabeza con el ademán de un hombre que no quiere
dejarse convencer.
‑Y
observe, mi buen canadiense, que si tal animal existe, si habita las profundidades
del océano, si frecuenta las capas líquidas situadas a algunas millas por
debajo de la superficie de las aguas, tiene que poseer necesariamente un
organismo cuya solidez desafíe a toda comparación.
‑Y
¿por qué un organismo tan poderoso? ‑preguntó Ned. ‑Porque hace falta una
fuerza incalculable para mantenerse en las capas profundas y resistir a su
presión.
‑¿De
veras? ‑dijo Ned, que me miraba con los ojos entrecerrados.
‑Ciertamente,
y algunas cifras se lo probarán fácilmente.
‑¡Oh,
las cifras! ‑replicó Ned‑. Se hace lo que se quiere con las cifras.
‑En
los negocios, sí, Ned, pero no en matemáticas. Escuche. Admitamos que la
presión de una atmósfera esté representada por la presion de una columna de
agua de treinta y dos pies de altura. En realidad, la altura de la columna
sería menor, puesto que se trata de agua de mar cuya densidad es superior a la
del agua dulce. Pues bien, cuando usted se sumerge, Ned, tantas veces cuantas
descienda treinta y dos pies soportará su cuerpo una presión igual a la de la
atmósfera, es decir, de kilogramos por cada centímetro cuadrado de su
superficie. De ello se sigue que a trescientos veinte pies esa presión será de
diez atmósferas, de cien atmósferas a tres mil doscientos pies, y de mil
atmósferas, a treinta y dos mil pies, es decir a unas dos leguas y media. Lo
que equivale a decir que si pudiera usted alcanzar esa profundidad en el
océano, cada centímetro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufriría una
presión de mil kilogramos. ¿Y sabe usted, mi buen Ned, cuántos centímetros
cuadrados tiene usted en superficie?
‑Lo
ignoro por completo, señor Aronnax.
‑Unos
diecisiete mil, aproximadamente.
‑¿Tantos?
¿De veras?
‑Y,
como, en realidad, la presión atmosférica es un poco superior al peso de un
kilogramo por centímetro cuadrado, sus diecisiete mil centímetros cuadrados
están soportando ahora una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho
kilogramos.
‑¿Sin
que yo me dé cuenta?
‑Sin
que se dé cuenta. Si tal presión no le aplasta a usted es porque el aire
penetra en el interior de su cuerpo con una presión igual. De ahí un equilibrio
perfecto entre las presiones interior y exterior, que se neutralizan, lo que
le permite soportarla sin esfuerzo. Pero en el agua es otra cosa.
‑Sí,
lo comprendo ‑respondió Ned, que se mostraba más atento‑. Porque el agua me
rodea y no me penetra.
-Exactamente,
Ned. Así, pues, a treinta y dos pies por debajo de la superficie del mar
sufriría usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho
kilogramos; a trescientos veinte pies, diez veces esa presión, o sea, ciento
setenta y cinco mil seiscientos ochenta kilogramos; a tres mil doscientos
pies, cien veces esa presión, es decir, un millón setecientos cincuenta y seis
mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presión,
o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En una
palabra, que se quedaría usted planchado como si le sacaran de una apisonadora.
-¡Diantre!
‑exclamó Ned.
‑Pues
bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios centenares de metros de
longitud y de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes
profundidades, con una superficie de millones de centímetros cuadrados,
calcule la presión que resisten en miles de millones de kilogramos. Calcule
usted cuál debe ser la resistencia de su armazón ósea y la potencia de su
organismo para resistir a tales presiones.
‑Deben
estar fabricados ‑respondió Ned Land‑ con planchas de hierro de ocho pulgadas,
como las fragatas acorazadas.
‑Como
usted dice, Ned. Piense ahora en los desastres que puede producir una masa
semejante lanzada con la velocidad de un expreso contra el casco de un buque.
‑Sí
... , en efecto .... tal vez ‑respondió el canadiense, turbado por esas
cifras, pero sin querer rendirse.
‑Pues
bien, ¿le he convencido?
‑Me
ha convencido de una cosa, señor naturalista, y es de que si tales animales
existen en el fondo de los mares deben necesariamente ser tan fuertes como dice
usted.
‑Pero
si no existen, testarudo arponero, ¿cómo se explica usted el accidente que le
ocurrió al Scotia?
‑Pues
... porque... ‑dijo Ned, titubeando.
‑¡Continúe!
‑Pues,
¡porque... eso no es verdad! ‑respondió el canadiense, repitiendo, sin
saberlo, una célebre respuesta de Arago.
Pero
esta respuesta probaba la obstinación del arponero y sólo eso. Aquel día no le
acosé más. El accidente del Scotia no era negable. El agujero existía, y había
habido que colmarlo. No creo yo que la existencia de un agujero pueda hallar
demostración más categórica. Ahora bien, ese agujero no se había hecho solo, y
puesto que no había sido producido por rocas submarinas o artefactos
submarinos, necesariamente tenía que haberlo hecho el instrumento perforante
de un animal.
Y
en mi opinión, y por todas las razones precedentemente expuestas, ese animal
pertenecía a la rama de los vertebrados, a la clase de los mamíferos, al grupo
de los pisciformes, y, finalmente, al orden de los cetáceos. En cuanto a la
familia en que se inscribiera, ballena, cachalote o delfín, en cuanto al género
del que formara parte, en cuanto a la especie a que hubiera que adscribirle,
era una cuestión a elucidar posteriormente. Para resolverla había que disecar
a ese monstruo desconocido; para disecarlo, necesario era apoderarse de él;
para apoderarse de él, había que arponearlo (lo que competía a Ned Land); para
arponearlo, había que verlo (lo que correspondía a la tripulación), y para
verlo había que encontrarlo (lo que incumbía al azar).
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