domingo, 24 de agosto de 2014

CAPITULO 2 DE 20 MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO


Capítulo II: Los pros y las contras.
En la época en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploración científica em­prendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos. En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París, el gobierno francés me había de­legado a esa expedición. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegué a Nueva York, cargado de preciosas colec­ciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo. En espera del mo­mento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mi­neralógicas, botánicas y zoológicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.
Estaba yo perfectamente al corriente de la cuestión que dominaba la actualidad. ¿Cómo podría no estarlo? Había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Que algo había, era indudable, y a los incrédulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del Scotia.
A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más can­dente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco compe­tentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodi­giosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la exis­tencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.
Quedaban, pues, tan sólo dos soluciones posibles al pro­blema, soluciones que congregaban a dos bandos bien dife­renciados: de una parte, los que creían en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco «submarino» de una gran potencia motriz.
Ahora bien, esta última hipótesis, admisible después de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tu­viera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturale­za. ¿Dónde y cuándo hubiera podido construirlo, y cómo hubiera podido mantener en secreto su construcción?
Únicamente un gobierno podía poseer una máquina des­tructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en se­creto un arma semejante. Después de los fusiles «chasse­pot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes sub­marinos; después de éstos .... la reacción. Al menos, así puede esperarse.
Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco sub­marino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy dificil para un par­ticular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas accio­nes son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.
Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Fran­cia, en Rusia, en Prusia, en España, en Italia, en América e incluso en Turquía, hubo de rechazarse definitivamente la hipótesis de un monitor submarino.
Ello sacó nuevamente a flote al monstruo, pese a las in­cesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron inva­dir por las más absurdas fantasmagorías de una fantástica ictiología.
A mi llegada a Nueva York, varias personas me habían hecho el honor de consultarme sobre el fenómeno en cues­tión. Había publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que había hallado una excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Soli­citada mi opinión, me encerré en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categóricamente. «El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de Pa­rís», fue conminado por el New York Herald a formular una opinión.
Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por más tiempo, hablé. Analicé la cuestión desde todos los puntos de vista, políticamente y científicamente. Del muy denso ar­tículo que publiqué en el número del 30 de abril, doy a conti­nuación un extracto.
«Así pues ‑decía yo‑, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles y rechazado cualquier otra su­posición, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.
»Las grandes profundidades del océano nos son total­mente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan? ¿Qué seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.
»La solución del problema que me ha sido sometido pue­de revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontenci­miento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano.
»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habrá que buscar necesariamente al animal en cuestión en­tre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me in­dinaría a admitir la existencia de un narval gigantesco.
»El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies. Quintuplíquese, decuplíquese esa dimensión, otórguese a ese cetáceo una fuerza propor­cional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se ob­tendrá el animal deseado, el que reunirá las proporciones estimadas por los oficiales del Shannon, el instrumento exi­gido por la perforación del Scotia y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.
»En efecto, el narval está armado de una especie de espa­da de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del ace­ro. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medici­na de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multi­plíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida.
»En consecuencia, y hasta disponer de más amplias infor­maciones, yo me inclino por un unicornio marino de di­mensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.
»Así podría explicarse este fenómeno inexplicable, a me­nos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, vis­to, sentido y notado, lo que también es posible.»
Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de pro­fesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo».
Las calurosas polémicas suscitadas por mi artículo le die­ron una gran repercusión. Mis tesis congregaron un buen número de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la solución que proponía dejaba libre curso a la imagina­ción. El espíritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisa­mente su mejor vehículo, el único medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son más que unos enanos. Las masas líquidas transpor­tan las mayores especies conocidas de los mamíferos, y qui­zá ocultan moluscos de tamaños incomparables y crustá­ceos terroríficos, como podrían ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? Antigua­mente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los rep­tdes, los pájaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiem­po ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ig­noradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el núcleo terrestre sometido a un cambio incesante? ¿Por qué no podría conservar el mar en su seno las últimas variedades de aquellas especies titáni­cas, cuyos años son siglos y los siglos milenios?
Pero me estoy dejando llevar a fantasmagorías que no me es posible ya sustentar. ¡Basta ya de estas quimeras que el tiempo ha transformado para mí en realidades terribles! Lo repito, la opinión quedó fijada en lo que concierne a la natu­raleza del fenómeno y el público admitió sin más discusión la existencia de un ser prodigioso que no tenía nada en co­mún con las fabulosas serpientes de mar.
Pero frente a los que vieron en ello un problema pura­mente científico por resolver, otros, más positivos, sobre todo en América y en Inglaterra, se preocuparon de purgar al océano del temible monstruo, a fin de asegurar las comu­nicaciones marítimas. Las publicaciones especializadas en temas industriales y comerciales trataron la cuestión princi­palmente desde este punto de vista. La Shipping and Mer­cantile Gazette, el Lloyd, elPaquebot, La Revue Maritime et Coloniale, todas las publicaciones periódicas en las que esta­ban representados los intereses de las compañías de seguros, que amenazaban ya con la elevación de las tarifas de sus pó­lizas, coincidieron en ese punto.
Habiéndose pronunciado ya la opinión pública, fueron los Estados de la Unión los primeros en decidirse a tomar medidas prácticas. En Nueva York se hicieron preparativos para emprender una expedición en persecución del narval. Una fragata muy rápida, laAbraham Lincoln, fue equipada para hacerse a la mar con la mayor brevedad. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, quien aceleró el arma­mento de su fragata.
Pero como suele ocurrir, bastó que se hubiera tomado la decisión de perseguir al monstruo para que éste no reapare­ciera más. Nadie volvió a oír hablar de él durante dos meses. Ningún barco se lo encontró en su derrotero. Se hubiera di­cho que el unicornio conocía la conspiración que se estaba tramando contra él ¡Se había hablado tanto de él y hasta por el cable transatlántico! Los bromistas pretendían que el as­tuto monstruo había interceptado al paso algún telegrama a él referido y que obraba en consecuencia.
En tales circunstancias, no se sabía adónde dirigir la fra­gata, armada para una larga campaña y provista de formida­bles aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuan­do, el 3 de julio, se notificó que un vapor de la línea de San Francisco a Shangai había vuelto a ver al animal tres sema­nas antes, en los mares septentrionales del Pacífico.
Grande fue la emoción causada por la noticia. No se conce­dieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farra­gut. Sus víveres estaban a bordo. Sus pañoles desbordaban de carbón. La tripulación contratada estaba al completo. No ha­bía más que encender los fuegos, calentar y zarpar. No se le habría perdonado una media jornada de retraso. El coman­dante Farragut no deseaba otra cosa que partir.
Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpase del muelle de Brooklyn, recibí una carta redactada en estos tér­minos:
«Sr. Aronnax,
Profesor del Museo de París.
Fifth Avenue Hotel,
Nueva York.
Muy señor nuestro: si desea usted unirse a la expedición delAbraham Lincoln, el gobierno de la Unión vería con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta em­presa. El comandante Farragut tiene un camarote a su dis­posición.
Muy cordialmente le saluda
J. B. Hobson,
Secretario de la Marina.»


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